Migración
09 de noviembre del 2017

La idea de un mundo sin fronteras tiene tanto de utopía como de remembranza romántica. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que el mundo no tenía fronteras; habrá un día, quien sabe cuándo, en el que volverán a borrarse esas cicatrices que la Humanidad ha infligido sobre la tierra.

A pesar de vivir en la era de la globalización, las fronteras lejos de desaparecer se han materializado: las líneas imaginarias se vuelven muros de alambre y concreto. Siguiendo a Peter Sloterdijk, vivimos en una de las eras de la globalización; la tercera para ser exactos. La primera fue urania y griega: globalización del cosmos como perfección de lo redondo; la segunda fue terráquea y marítima: circundó el globo y lo materializó en una esfera que adorna bibliotecas; la tercera es digital y no sorprende tanto por haber virtualizado el globo como por la capacidad infinita del capital para circundarlo. Si la segunda globalización expandió el mundo, la tercera lo reduce a la inmanencia del poder adquisitivo. La globalidad es promesa de un mundo sin fronteras, pero sólo el dinero y sus dueños pueden jactarse de haber borrado las líneas de los mapas. Ya lo sabían los economistas del siglo XIX: el dinero no tiene patria. Pero el dinero es en sí mismo una frontera, quizá la más infranqueable que el hombre haya sufrido.

Las migraciones no son un fenómeno reciente. La Historia está llena de grandes movimientos de personas desplazadas por el hambre, la guerra o una condena divina. Pero el mundo ya no es un lugar vasto por descubrir. Los viajes de los peregrinos no son posibles en un mundo saturado en sus espacios habitables, ya no hay lugar para un nuevo Jamestown, a no ser, y esto no es imposible, que se funde sobre el mar o fuera del planeta. Y si la guerra sigue siendo un factor determinante de las movilizaciones masivas de personas, los motivos económicos de la migración han pasado a ocupar un papel preeminente y un sentido negativo. Los flujos humanos se invierten en el tiempo: las empresas que abandonaban Europa buscando una tierra nueva, un nuevo inicio, son remplazadas por aventuras menos optimistas, y más riesgosas también, de hombres que buscan escapar de su destino. Si las migraciones europeas del siglo XVII fueron búsquedas, las modernas son más bien huidas, y hay un abismo entre buscar y huir que se refleja en el rostro de los desplazados.

Las fronteras naturales han sido sustituidas por líneas artificiales —a veces definidas por puro pragmatismo imperialista, como en África— que se demuestran más terribles que el océano mismo: hoy parece más fácil que el mar se vuelva abrir para que pase el pueblo de Moisés, que para un musulmán entrar a los Estados Unidos. Las líneas que cruzan los mapas comenzaron a dibujarse no hace mucho. Para que existieran las fronteras modernas primero tuvo que crearse el Estado Nacional. Jorge Luis Borges dice que su padre, Jorge Guillermo, creía, “como síntoma de su inteligencia”, que un día las banderas habrían de desaparecer junto con las iglesias y el ejército. Creía, pues, en el fin de las naciones y sus fronteras. Pero al menos por ahora, la inteligencia debe mostrarse humilde y reconocer que las naciones son una realidad que perdurará todavía algunos años más, muchos quizá. Y para perdurar, así lo cree el discurso menos inteligente pero más apasionado del nacionalismo, hay que fortalecer las fronteras.

Un nuevo nacionalismo se ha adueñado del discurso político. Es hijo del miedo ante el colapso económico del sistema liberal. Igual que a finales del siglo XIX, el libre juego de los mercados internacionales cede ante la faceta imperialista de la competencia. Frente al colapso económico, el discurso de la cooperación es remplazado por la política del “sálvese quien pueda”. Y la nación, divinidad secularizada, exige de sus hijos una renuncia. Pero los hijos imputan la pena sobre los extraños: “no somos el problema, son los otros”. El ser humano, una parte de la especie, se vuelve ilegal. Nacionalismo trasnochado que pretende sustituir el liberalismo del que emergió por muros que lo protejan de lo extraño.

Este discurso ignora que la teoría de los libres mercados ya había encontrado su dialéctica propia hace tiempo: por un lado, aquellos que aluden a un comercio del beneficio mutuo y prosperidad para todos, del lado contrario están quienes a través de un esquema de centros y periferias concluyen que las ganancias de unos son las pérdidas de otros. Sin caer en un maniqueísmo simplista, temo que la balanza de la realidad se inclina más por los segundos. Los postulados de la economía clásica, la ventaja comparativa de David Ricardo, implican una igualación de los salarios entre países que comerciaran sin costos de transporte y, convenientemente, sin migración. Es evidente que el comercio internacional no ha equilibrado los salarios ni siquiera entre naciones que comercian intensivamente, ni siquiera dentro de bloques comerciales como la Unión Europea. Las diferencias se han disparado, alimentando con ello el impulso a la migración. La migración se puede analizar ahora como un movimiento desde las periferias hacia el centro. El esperado equilibrio salarial no pasará del reino de los libros de textos mientras un reducto de mano de obra barata sea conveniente. Y éste será la consecuencia lógica de la falta de capitales históricamente propiciada por la acumulación originaria de la explotación colonial. La especulación financiera —neocolonial— de millones de dólares que atraviesan el mundo en fracciones de segundo —globalidad virtual— agrava el ciclo: crisis, miseria y migración. Las personas huyen de las crisis, como en México después de 1994, o en España en 2008. Tras la huida del capital, la huida de los trabajadores. Es menos el afán de riqueza que el miedo a la miseria lo que desplaza a comunidades enteras. No es el sueño americano sino la pesadilla del subdesarrollo lo que desplaza comunidades enteras. Pero para que el capital siga moviéndose hace falta que las personas no se muevan.

Luego vienen, tanto para el expulsor como para el receptor, las consecuencias: desaparición de comunidades vs proliferación de suburbios; aculturación vs asimilación “civilizatoria”; desahogo de las presiones sociales vs pobreza funcional; pérdida de la fuerza laboral vs mano de obra barata; despedidas nostálgicas vs cacerías humanas; aumento de las remesas vs robo de cerebros; llanto vs racismo. La migración es un arma de doble filo. A la vez que se condena en el discurso, se tolera en la práctica. No es un defecto del sistema, es parte importante de las relaciones económicas actuales. El migrante no es el ladrón de empleos que mediante el reclamo vulgar encumbró a Donald Trump, el migrante toma los empleos que la vulgaridad desprecia. El empresario que emplea inmigrantes no es un Schindler, es, simple y llanamente, un capitalista “con sonrisa en los labios”, como dijo Mundel. No es, del otro lado, un problema nacional, es la desafortunada solución a las presiones sociales de países empobrecidos. Consecuencia y no causa de una crisis más profunda, histórica. Mientras sea conveniente persistirá. Aquí tocamos los terrenos de lo políticamente incorrecto.

Hay otro sentido en el que el dinero es frontera: la movilidad social, a saber, la capacidad de ascender en la escala de los estratos económicos. Hubo un tiempo en el que se creía que los hijos superarían “naturalmente” a los padres. Cuento de hadas de una generación dorada. Mito que ignoraba que existe la discriminación racial y étnica. La movilidad social, si existe, es exclusiva de un grupo cada vez más pequeño. Si la Reforma acabó con el derecho divino y la Revolución francesa abolió el derecho aristocrático, nuevas distinciones de castas tomaron su lugar. No es de ninguna forma evidente que fuera más difícil acceder a un título nobiliario que a un título de universidad. La educación, acto antonomástico de consumo, es el nuevo escudo de armas de las castas. Nos asustan los muros entre países, pero nos hemos acostumbrado a los muros en las ciudades. ¡La ciudad amurallada vive en pleno siglo XXI! Cubierta bajo el halo del confort residencial. Y cuando el dinero se vuelve una frontera infranqueable dentro de una nación, es más sensato atravesar la frontera entrenaciones.

Hubo un tiempo en el que para atravesar el mundo no hacía falta pasaporte. Aunque, es verdad, una carta de identidad era una gran ayuda para “pasar por la puerta” de las ciudades. Luego un día, no hace mucho, cuando la velocidad de desplazamiento alcanzó dimensiones inusitadas, paradójicamente hubo que frenar el movimiento. Hoy el mundo está lleno de fronteras que separan a los hombres, dentro y entre países. La imposibilidad de reconocernos como simples humanos creó la necesidad de hacernos ciudadanos.

Quizá algún día se borren las fronteras entre países, pero antes el dinero habrá de dar muchas vueltas por el mundo todavía. Mientras tanto, el hombre vivirá aislado de sus semejantes, condenado a conocerlos como mero turista, protegido en todo momento por la infranqueable frontera del dinero. Desde sus almenas áureas verá el hombre solitario desplomarse las iglesias, bajar las banderas, desaparecer los ejércitos… pero otras fronteras se levantarán: ¡bienvenidos a la transnación del capital!

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