Mi madre en sueños
viene. ¡Ay, no la ahuyentes,
oh, cruel canario!
Kikaku¿Su madre? Estaba tan sorprendida que no podía apartar los ojos de ella. Llevaba el pelo suelto hasta los hombros, los ojos eran rasgados, profundos y brillantes, los labios bonitos, la nariz recta […] y, además, todo su cuerpo emanaba una luz muy viva, como un latido de vida. No parecía un ser humano. Nunca había visto a nadie como ella.
Kitchen, Banana Yoshimoto
La literatura japonesa nació de los pinceles que fueron caligrafiando de otro modo los ideogramas chinos con operaciones de estilización pictórica y que, al cabo de cuatro siglos, dotaron a las islas de una escritura propia: el hiragana, escritura fonética también conocida como “suave” o “mano de mujer”. Los diarios, los poemas y el epistolario amoroso que compartían tanto los hombres como las damas de la corte fueron su campo de experimentación, y en su gestación participaron activamente las mujeres.
Tan alto grado de cultura y refinamiento dio lugar a una obra maestra de la narrativa, escrita en el siglo X por Murasaki Shikibu (Kioto, 973-1014), una cortesana: el Romance de Genji. Allí aparece la primera madre novelesca. Es Kiritsubo, quien queda en la memoria del pequeño hijo por el relato de los otros. En el primer capítulo se cuenta que en la corte de cierto emperador, una dama de rango inferior es la preferida, y que expuesta a la envidia de las demás, cae enferma, pero no por ello disimulará el emperador la pasión que la perjudica; por el contrario, la pone en evidencia con sus visitas, provocando las críticas de todos hacia ese “amor más cruel que la indiferencia” —según la traducción de Arthur Waley. Después de la ceremonia celebratoria de los tres años del niño, Kiritsubo cae gravemente enferma y pide permiso para regresar a su hogar, pero el emperador se lo niega reiteradamente. Cuando obtiene finalmente permiso, su condición es ya extrema, abandona el palacio sola y deja a su hijo, temerosa de nuevas acechanzas. Esa misma noche muere en casa de su madre. El niño, futuro príncipe Genji, no comprende nada pero sospecha algo terrible por el llanto de los sirvientes y de su padre. Pasados los funerales, el emperador permanece inconsolable. Años después reclamará al niño como “memoria del ayer”. Los años pasan, y el joven a quien llaman Genji, inicia su educación. Unos adivinos coreanos le vaticinan un futuro especial. Cierto día, llegan noticias al emperador sobre una muchacha de rara belleza, de quien dicen se asemeja mucho a la muerta. La madre de esta joven teme por su suerte y se opone a que ingrese a la corte, pero muere y su hija entra como cortesana. Su nombre, por el lugar de palacio que ocupa, es Fujitsubo (glicina). Por una serie de semejanzas con la desaparecida, el emperador es inducido a desearla, y a su turno él insistirá, al hablar con el niño: “Es como tu madre, ámala”. Genji no recuerda a su madre, pero como insisten en que es idéntica a ella, se aficiona por Fujitsubo. Un día, el emperador aconseja a su nueva joven consorte: “No seas ruda con él, se interesa por ti porque le han dicho que eres como su madre. No lo juzgues atrevido o precoz. Sé amable. Tanto te pareces a él en tu apariencia y en tus gestos que bien podrías ser su madre”. Así, a pesar de su corta edad, la efímera belleza tomó posesión de los pensamientos de Genji, quien forjó su predilección y lo que sería su obsesión eterna. Con la ceremonia de los doce años termina abruptamente la infancia de Genji: contrae matrimonio. Su esposa no responde a su modelo obsesivo. Más tarde Genji violará a su madrastra, quien concebirá a su hijo. La tercera amada en la misma línea de obsesión será Murasaki, sobrina de su madrastra, a quien Genji conocerá de niña cuando ella participa en una clase de caligrafía, y a quien esperará hasta hacerla su consorte.
La joven madre muerta y su complemento, la madrastra joven que borrará todo dolor, dos figuras de mujer fundantes, ejes de una memoria, persisten hasta el día de hoy en la literatura y en las estructuras emocionales japonesas. Los temblores que despiertan reaparecen sin cesar, disimuladas bajo muchas variantes. Una de ellas está en el relato de Shiga Naoya: “La muerte de mi madre y mi nueva madre” (“Haha no shi to atarashii haha”), donde un niño narra con desparpajo su atracción por la joven reemplazante.
Una derivación está también en la conmovedora “madre zorra” que tiene un período de vida humana, pues en el mundo de las leyendas es posible el amor entre especies diferentes. Ella desea hacer el bien manteniendo oculta su identidad, pero el hombre al que ha desposado y que sospecha de su identidad la obliga a transformarse. En el último instante se despide de su hijo que duerme. Él la encontrará, como cazador consumado que le perdonará la vida, o en una versión más dramática acariciará lo que de ella han hecho: el parche de un tambor que con su sonido lo convoca. Lecturas imprescindibles para situar a esta madre en su temblorosa emoción: La piedra que mata (Sesshoseki), la obra de teatro Noh de Zeami del siglo XV, y el cuento de Tanizaki en traducción de Néstor Dietrich, “Arrurruz” (“Yoshinokuzu”).
Como contrapartida a la doliente, también está la madre salvaje y potente, combinación de bruja de la montaña y ninfa. La Yamamba, una legendaria madre soltera, que oficia de entretenedora o prostituta, y que es fecundada por el dios del trueno. Popularmente tiene por hijo al héroe folklórico Kintar (niño dorado), dotado de poderes sobrenaturales. La novelista Tsushima Yuko escribió en 1980 Yama o Hashiru Onna (Mujer que corre por la montaña). Su protagonista es una joven madre soltera de veintiún años, una moderna Yamamba, cuyo hijo se llama Akira, “Cristal de roca”, y que encuentra consuelo en un compañero de trabajo, padre de un niño Down, a quien admira por su responsabilidad frente a un destino marcado desde el nacimiento.
Otra variante fortalecida es la “mujer del otro lugar”, “mukogawa no onna” que se perfila nítida en Koyahijiri (“Un monje del Monte Koya”, 1900), uno de los relatos mejor conocidos de Izumi Kyoka (1873-1939). La anfitriona que recibe a un huésped en sus extraños dominios, con el control mágico sobre los animales, es madre nutricia de enorme atractivo sexual. Por último, hay una figura de madre, deudora del cómic para jovencitas. La crea en la década de 1980 Banana Yoshimoto en Kitchen (1988). El padre, obsesivamente enamorado de la madre muerta, concluye toda búsqueda y se entrega a la maternidad, operándose y travistiéndose. Eriko, la nueva bella madre, es el padre transexual, también de trágico destino.
Y no hay que dejar de tomar en cuenta entre los halos que la figura primigenia crea la proliferación de atracciones hacia figuras vinculadas por lazos familiares: la cuñada deseada porque recuerda a… la hermana menor que muere muy jóven. Tanizaki, Kawabata, el cine de Ozu, Shiga Naoya, hasta la propia Okamoto Kanoko con su madre obsesionada por un niño delicado en su cuento “Sushi” (traducido por Atsuko Tanabe)..., y cuántos más que sucumbieron ante el misterio de la figura ausente e inolvidable. Tal vez Aono Soo en su largo relato “Madre, cuánto me gustaría ver tu rostro”, es quien ha logrado una síntesis muy contemporánea de todas las facetas de esta obsesión central en la cultura japonesa.
En el último período de la era Heian, el momento del Genji, el concepto de utsushi (reflejo, proyección y transición) dominaba la visión de los asuntos humanos. La desesperación por la calidad del eterno amor se superaba con la creencia de que el amor perdido podía revivirse en las imágenes de personalidades plurales. El estudioso Tetsuji Yamamoto vuelve a los planteamientos de Shinobu Orikuchi (1887-1953) sobre la problemática de la ilusión y la práctica en el “campo” de la mentalidad japonesa. Distingue dos mundos: uno, el de los espíritus vengativos (mononoke); otro, el mundo de irogonomi (la elección de enamorarse de una mujer noble, no lujuriosa). Sólo los más altos aristócratas, poseedores de majestad real, podían disfrutar de una libertad innata y probar los límites de lo humano dentro de la senda de irogonomi que se inicia con el amor por una madre.