La literatura, en todas sus formas, es una manera de persuadir y fomentar la reflexión. Escribe Sir Thomas Browne en Religio Medici: “No he sido nunca capaz de reñir con un hombre por diferencias de opinión, ni de enfadarme con sus juicios por no coincidir conmigo en algo de lo que tal vez al cabo de unos días, yo mismo disentiría”. Deberíamos meditar más nuestras opiniones antes de imponerlas al otro.
Es irónico, pero un hombre de mal humor y lengua hiriente puede escribir cómo se deben educar a los hijos sin por ello ser un buen padre, de la misma forma en que un hombre puede escribir sobre la virtud y las hazañas heroicas sin ser por ello un hombre sabio o un héroe. Rousseau, uno de los más importantes teóricos de la pedagogía de la Ilustración, fue un hombre de temperamento visceral y melancólico, escribió El Emilio o de la educación y, sin embargo, envió a sus cuatro hijos a un hospicio al cuidado de monjas. Otro caso similar es el de Lord Chesterfield. En las Cartas a su hijo encontramos los consejos que un padre le da a su hijo mientras permanece alejado de él. Un Lord que escribió cartas sabias a un hijo que no abrazó, pero que amó a la distancia. Como contemporáneos, ambos teóricos de la pedagogía enseñan que la virtud es primero teoría y luego práctica. Pero ellos sólo se quedaron en la teoría, en el limbo de los ideales.
Quizá la educación sea uno de los mayores logros de la humanidad. Lo que generaciones de hombres se han transmitido en la historia tiene un sentido metafísico. Y, por lo tanto, depende de cada generación aprender de ese conocimiento, transformarlo y, en el mejor de los casos, superarlo con criterios más nobles. Pero la historia es caprichosa, y de buenos padres a veces surgen malos hijos, y de pésimos padres buenos hijos. Debemos ver que la educación (los valores culturales y filosóficos) permanece vigente en la medida en que se pone empeño en dotarla de sentido y dirección. Por eso la idea del progreso en línea recta es una falacia, como bien la analiza Oswald Spengler en La decadencia de Occidente. Avanzamos, sí, pero también retrocedemos. De ahí que nuestras comparaciones con Roma sean vigentes. La preponderancia de los vicios y el circo, la banalidad de la palabra y la cerrazón bestial del despotismo son moneda de cambio en nuestra actualidad como lo fue en la decadencia del Imperio romano.
Una campaña a favor de la lectura, la reflexión crítica y la expresión libre es un enfrentamiento con la adversidad; sin bibliotecas y aulas equipadas con material didáctico y un maestro entusiasta los mensajes se pierden en los ecos del vacío. Hablar del amor a la lectura y el aprecio al libro en lugares en donde sólo hay estantes vacíos es como tirar una semilla en el desierto. Y aun así, siempre nace algo. No hay ejercicio de persuasión más triste que el de ilusionar con la esperanza de un mejor futuro sin las herramientas con las que se ha de construir. Las conquistas interiores, quiero creer, son esos logros espirituales que asediamos en lo profundo de nuestro ser, que nos dicen que hemos descubierto por nosotros mismos verdades que nadie antes nos había anunciado. Aunque es verdad que las conquistas interiores, las añoranzas de un mejor presente, y cuanto más un mejor futuro, se rompen como una burbuja de jabón en cuanto abrimos los ojos y vemos una realidad que camina en dirección contraria del bien social; sin embargo, la decadencia social no debería incumbir nuestra decadencia personal, al menos que seamos reos de ella. No se puede ser virtuoso si no es combatiendo nuestras taras.
Los libros, y la literatura en general, nos invitan a la autoconciencia de nosotros mismos en un mundo en el que el tiempo que teníamos para ser ociosos se ha convertido en trabajo sin dirección, en la vida ocupada en todos sus instantes por la publicidad y el consumismo. Leer para pensar, pensar para ser libres.