Me gusta la expresión “posibilidades perdidas”. Nacer significa estar obligado a elegir una época, un lugar y una vida. Existir aquí, ahora, significa perder la posibilidad de ser otras innumerables personalidades potenciales. Hayao Miyazaki
El reconocimiento de la animación japonesa tiene un punto cúlmine: en 2001 Hayao Miyazaki gana un Óscar con El viaje de Chihiro. La cinta obtuvo más de cuarenta premios en todo el mundo y el Óscar sólo fue una bomba mediática que comercializó con mayor eficacia las películas del artista en Occidente. Hace apenas trece años que se voltea a ver al anime japonés como un género de cualidades muy distintas a lo que se produce en Disney o Pixar (por mencionar dos de los estudios más conocidos). Los creadores orientales son dueños de una riqueza narrativa distante al lenguaje narrativo y audiovisual norteamericano; dicha tradición, que se desarrolla desde 1940, tiene una larga lista de creadores. Su manera de contar historias resulta una cualidad que para los amantes del cine representa un gran mérito; probablemente sea un defecto para un espectador acostumbrado a la narrativa de un solo nudo.
Hayao Miyazaki (Tokio, 1941), guionista, ilustrador, dibujante de manga, productor y director de dibujos animados, fundó junto con Isao Takahata (Ise, 1935) el Studio Ghibli en 1985. La casa productora representa para los japoneses un valioso tesoro nacional. Nausicaä del valle del viento (1984) es la primera película del estudio y supuso el primer gran éxito de Miyazaki, pero también es una pieza que marca el inicio de su estilo, un sello que será distinto de sus participaciones anteriores en series animadas. A La princesa Mononoke (1997) antes de El viaje de Chihiro, se le consideró la película japonesa más taquillera en su momento. Obras como Mi vecino Totoro, Kiki, entregas a domicilio, El castillo en el cielo, o Porco Rosso, alcanzaron cierto interés internacional. El castillo ambulante (2004), Ponyo en el acantilado (2008), vuelven a obtener el reconocimiento de la crítica y a ser nominadas al Oscar; pero es hasta 2014 con El viento se levanta que lo obtiene en la categoría Mejor película de animación y con la que Miyazaki anuncia su prematura retirada del mundo del cine.
Los críticos y cineastas apuntan que El viaje de Chihiro es la “mejor obra” del director, pero su argumento resulta injustamente medido por números en taquilla. Habría que recordar que los Studios Ghibli en su ideario se propone “producir obras que sean interesantes, rentables y tengan mensaje”. En su obra se recrean a princesas-heroínas, mujeres solícitas, hábiles en el arte de la pelea y que siempre buscarán la reconciliación con el medio hostil que las rodea; probablemente las princesas Nausicaä y Mononoke sean los personajes más complejos. La primera vive en una región protegida, pues los bosques se han vuelto tóxicos y su aire está lleno de esporas venenosas que matarían a cualquier ser humano en segundos; en ellos viven insectos gigantes que intentan proteger su hábitat. Con Mononoke ocurre algo similar, la Princesa Lobo lucha por preservar su bosque, donde ha sido construida la Ciudad de hierro (una fábrica que explota los metales del lugar), y cuyo impacto genera descontento entre los animales que lo habitan. Debido al daño al medio ambiente, manadas de monos, jabalíes y lobos alimentan su desprecio por la raza humana que los lleva a inevitables guerras y masacres. En ambas películas encontramos demonios y espíritus que alimentados por la ira o la bondad determinarán un inevitable fin apocalíptico; pero también a través de la destrucción conocemos la resurrección del mundo, como si la metáfora hiciera homenaje al levantamiento de Japón entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.
La apertura de Japón no es gratuita, retomando en algún momento la idea de nacionalismo en el cine, Akira Kurosawa dijo:
En mi juventud se nos pedía a los estudiantes que nos interesáramos por la cultura tradicional del país. El patrimonio cultural de Japón representa para mí algo esencial. Y sobre esta base fui influenciado por el cine. Eso fue lo que me permitió juzgarlo e intentar absorber de él lo que me pareció mejor y más conveniente para mí, sin jamás olvidar las tradiciones japonesas.
Pero la consecuencia de su apertura es su exceso; a partir de los noventa los creadores orientales en su afán de incursionar en el mundo del cine como una industria, hacen que sus clichés sean fáciles de distinguir (por lo menos en las películas más comercializadas): el exceso de sangre, sexo (con el hentai), guerra y tecnología. Hayao Miyasaki en medio de una industria del entretenimiento, marcada por estos aspectos, retoma el imaginario de una tradición apegada a lo sagrado, pero combinada con una fuerte influencia occidental.
Cuando Japón fue derrotado en 1945, el director tenía apenas cuatro años, dejó de querer a su propio país; es por ello que en su fotografía la influencia europea es determinante. Europa representa para el creador el refugio ante dos países que desprecia: Japón por perder y Estados Unidos por vencer. Tal vez esta influencia lo hace apegarse a un lenguaje universal que contempla al espectador, cuida que sus obras sean agradables y accesibles a cualquier tipo de público no necesariamente infantil. A diferencia de lo que se produce en su país y al respecto de la generación de otakus, “fanáticos del anime”, afirma: “Casi toda la animación japonesa se realiza sin apenas observar a las personas reales […]. Está producida por seres humanos que no soportan mirar a otros seres humanos”.
Para situarnos en el género de animación es indispensable hacer referencia también al fenómeno del manga (libros ilustrados) como un previo de muchas cintas que fueron adaptadas a raíz de su éxito editorial. El manga representa casi el cuarenta por cierto de producción de libros nipones y es un determinante estético en el anime, pues mientras en la industria norteamericana los dibujos animados son más movimiento que historia, en Japón la historia transcurre incluso cuando las imágenes no se mueven, a través de planos lentos, estilo que tiene una influencia de la tradición milenaria de su literatura ilustrada.
Las películas del cofundador del Studio Ghibli hay que verlas más de dos veces; probablemente en un corto plazo las habremos olvidado, debido a sus muchos personajes y la complejidad de sus nudos, que parecen hilos entretejidos de historias que pertenecen a un todo. El afán bélico, otra muy distinguida característica del estilo japonés, no se omite en Miyazaki, pues en todas sus películas no hay un papel antagónico como “los malos son muy malos”, personajes que dominados por un exceso de ira y ambición ponen en aprietos no sólo a los protagonistas, sino también representan la típica amenaza de la destrucción al mundo; lo curioso es que en estas historias sí se llega al extremo, y se da paso a una reconciliación, un tema difícil de encontrar en el cine occidental.
No es ningún secreto que la influencia de estas películas nos recuerde a clásicos como Lewis Carroll, J. R. R. Tolkien, Hans Christian Andersen y a la mitología griega, entre otros. Miyazaki recrea innumerables metáforas en sus películas con las que incita a profundas reflexiones, algunas más explícitas y cercanas a lo filantrópico y ambiental, pero otras más cotidianas e inesperadas, como por ejemplo el de la bruja Yubaba, que en El viaje de Chihiro se apodera de los nombres de sus sirvientes y cuya magia convierte a los padres de nuestra heroína en cerdos; dicha mujer viste y vive con un atuendo y una casa de corte europeo; lo que nunca imaginamos es que el gran defecto detrás de su cara autoritaria es el inmenso amor por su hijo, un bebé gigante y melindroso que destruye todo a su paso en cada berrinche, y que extrañamente no puede controlar. El gran mérito de El viaje de Chihiro es el de retomar de manera didáctica el asunto de la ritualidad oriental: en el arco o tori que representa el inicio a un mundo sagrado, el contener la respiración al cruzar el puente, el espíritu de un río representado en un dragón blanco; y la distinción de los detalles más mundanos que captamos los espectadores más obsesivos son: el deseo repetitivo de limpieza y el olor de la comida que se prepara. En El castillo vagabundo una niña con un complejo terrible de fealdad es convertida en una decrépita abuela y al no poder confesar a nadie su hechizo huye para luego instalarse en el castillo de Howl, un mago cuya vida es un desastre; la niña-abuela se convierte en la asistenta del lugar y su marca distintiva para afirmar que la vida del mago es otra será cambiar por accidente el color rubio del cabello del mago por uno oscuro.
Miyazaki se confiesa un creador autoritario, dirige desde el guión hasta cada detalle de los fotogramas. Cuando inicia un proyecto, todos los colaboradores, e incluso él, desconocen el final de su historia. Con Ponyo del acantilado apeló a la técnica primigenia del cine, el stop motion, en una época en que Disney (la casa productora de esta película) regularmente recurre al uso de la digitalización. Un dato curioso es que esta cinta que recrea el cuento “La Sirenita”, de Christian Andersen, se considera la película de animación con más dibujos de la historia, con un total de 185 mil fotogramas.
Si hablamos de fórmulas, el nuevo señor del anime japonés, hoy ídolo de Disney, no descubre el hilo negro; seguimos viendo asuntos hiperviolentos, batallas campales, historias de amor, demonios…, temas que buscan cuestionar el papel del ser humano y el equilibrio con la naturaleza, donde no hay malos ni buenos, sino intereses que nos orillan a la ambición y la avaricia. Al final la naturaleza es una madre bondadosa que, como un ente bello y reconfortante, también es amorosa, sabía y justa.
El anime ya no sólo se replantea como un medio de entretenimiento para un público específico, sino también como un medio para poner al alcance de la masa asuntos de filosofía, que el mismo cine de imagen real es incapaz de producir.