Biografía sintética
Michael de Montaigne (1533-1592) hacia 1571 en Burdeos, Francia, inventó el ensayo como género literario. Desde entonces el género se ha venido ensayando de la manera más prolífica, sobre todo por los escritores que optan por incluir su voz personal en sus propias reflexiones.
El maestro de la apropiación tuvo dignos discípulos. Shakespeare se apropió de algunos de sus pensamientos para su obra; Schopenhauer lo consideró uno de los más profundos filósofos que pensaron para sí mismos; Emerson dijo que si se cortaran las páginas de Montaigne éstas sangrarían; Nietzsche sentenció que cada vez que leía sus ensayos sentía que le crecían alas; Cioran lo consideró uno de los últimos sabios de Occidente; y J. L. Borges escribió que Montaigne inventó la interioridad y la feliz idea de la lectura placentera. No son pocos los elogios que podríamos enlistar venidos de escritores que se encuentran agradecidos por sus ensayos y su peculiar forma de integrar su personalidad en medio de sus reflexiones.
La historia de su vida es sencilla: recién nacido su padre lo entregó a unos campesinos para que creciera fuerte y adiestrado para una vida robusta. Después lo regresó a su casa e hizo aprender a sus sirvientes latín para que le hablaran en el idioma de los eruditos a su hijo; todas las mañanas lo despertaban con música. Varias generaciones de sus ancestros trabajaron para que su padre comprara el título nobiliario de Montaigne.
A la edad de treinta y nueve años Montaigne se sentía ya un hombre viejo. Había cumplido con sus deberes y detestaba el orden dogmático de las instituciones eclesiásticas y políticas. Fue entonces que se encerró en la torre de su castillo a esperar la muerte. En las vigas de su techo grabó sentencias de griegos y latinos que lo ayudaron a sobrevivir durante casi dos décadas. Se acompañó de sus libros y divagó en la Historia. En el transcurso de los meses descubrió que uno de los efectos de la lectura es la escritura, y empezó a escribir los ensayos para poner en orden los pensamientos que lo asaltaban durante su retiro. Fundió en su escritura tres escuelas filosóficas helenísticas: epicureísmo, estoicismo y escepticismo. Es el padre de la tolerancia y la libertad de pensamiento de su tiempo.
André Gide escribió que la misoginia de Montaigne era proverbial; pero fue una mujer la que se encargó de su obra a su muerte, Marie de Gournay, a quien llamó su hija predilecta. A ella confió la edición final de sus Ensayos. Montaigne nació un 28 de febrero de hace cuatrocientos ochenta y seis años. Es el más moderno de los escritores del Renacimiento. Nació y murió en su castillo.
Compartimos unos fragmentos de sus Ensayos en su aniversario de nacimiento para deleite del lector.
Fragmentos inmortales
Al lector
Este es un libro sincero, lector. Te advierte desde el principio que no me he propuesto con él ningún otro fin que no sea doméstico y privado. No he tenido consideración alguna hacia tu provecho ni hacia mi gloria. Mis fuerzas no son capaces de semejante propósito. Lo he dedicado al beneficio particular de parientes y amigos: para que una vez me hayan perdido (lo que les ocurrirá muy pronto) puedan reencontrar en él algunos rasgos de mi carácter y humor, y de este modo conserven más entero y más vivo el conocimiento que han tenido de mí. De haberlo escrito para obtener el favor del mundo, me habría engalanado mejor, o me habría mostrado con apariencia estudiada. Quiero que se me vea en mi modo de ser, simple, natural y común, sin afectación ni artificio, porque es a mí mismo a quien pinto. Mis defectos se leerán al vivo, así mismo, mi forma de ser al natural, en la medida en que me lo ha permitido el respeto público. Que de haber estado en esos pueblos que según se dice viven todavía bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que de muy buen grado me habría pintado por entero, y todo desnudo. Así pues, lector, soy yo mismo la materia de mi libro: no hay razón para que emplees tu tiempo en tema tan frívolo y vano.
Adiós pues; de Montaigne, a primero de marzo de mil quinientos ochenta.
Cómo llegó Montaigne a escribir sus Ensayos
[...] Cuando me retiré recientemente a mi casa, decidido en la medida de lo posible a no ocuparme de otra cosa que de transcurrir en paz y apartado este poco que me queda de vida, me pareció que no podía hacer mayor favor a mi espíritu que dejarlo en plena ociosidad ocuparse solo, detenerse y reposar en él mismo: cosa que esperaba que pudiera hacer a partir de ese momento más fácilmente, convertido con el tiempo en más grave y más maduro; pero encuentro que al contrario, como un caballo desbocado, se da cien veces más trabajo él solo que el que tendría por causa de otros; y me engendra tantas quimeras y tantos monstruos fantásticos unos tras otros, sin orden ni concierto, que, para contemplar a mis anchas su tontería y excentricidad, he empezado a registrarlos, esperando con el tiempo hacer que se avergüence de sí mismo.
Libro I, IX: «De la ociosidad».
Reflexiones sobre la muerte
[...] La meta de nuestra carrera es la muerte, es el objeto necesario de nuestra mira: si nos asusta, ¿cómo podemos dar un paso adelante sin agitación? El remedio del vulgo es no pensar en ella. Pero ¿de qué primitiva estupidez puede venirle una tan burda ceguera?
[...] Pero es locura pensar llegar por ese camino. Van, vienen, trotan, danzan; de la muerte, ni rastro. Muy bien. Pero luego cuando les llega, ya sea a ellos o a sus mujeres, hijos y amigos, sorprendiéndoles de improviso y al descubierto, ¡qué tormentos, qué gritos, qué rabia y qué desesperación los abruma! ¿Habéis visto antes algo tan abatido, tan cambiado, tan confuso? Hay que preverla antes: y esta despreocupación bestial, aun cuando pudiera alojarse en la cabeza de un hombre de juicio, cosa que considero enteramente imposible, nos vende demasiado caro sus mercancías. De ser enemigo que pudiera evitarse, aconsejaría tomar las armas de la cobardía. Pero como no es posible, como os atrapa siendo igualmente fugitivos y cobardes que hombres de bien, y que ninguna coraza os protege, aprendamos a mantener el pie firme y a combatirlo.
[...] Es más: la propia naturaleza nos tiende la mano y nos da valor. Si es una muerte corta y violenta, no tenemos tiempo de temerla; si es otra, me doy cuenta de que a medida que avanzo por sus senderos y en la enfermedad, entro de forma natural y espontánea en cierto desdén por la vida. Pienso que me cuesta más digerir la idea de morir cuando me hallo en plena salud que cuando he caído presa de la fiebre. Puesto que no me aferro con tanta fuerza a los alicientes de la vida, a medida que empiezo a perder su costumbre y su placer veo la muerte con ojos menos asustados. Ello me hace esperar que, cuanto más me aleje de una y me acerque a la otra, más fácilmente entraré en disposición de intercambiarlas. Del mismo modo que he experimentado en otras ocasiones lo que dice César, que las cosas nos parecen a menudo más grandes de lejos que de cerca, me he dado cuenta de que estando sano me horrorizaban mucho más las enfermedades que cuando las he padecido; la animación que siento, el placer y la fuerza hacen que el otro estado me parezca tan desproporcionado con respecto a éste, que con la imaginación aumento doblemente esos dolores y los concibo más pesados de lo que los siento cuando los llevo sobre mis espaldas. Espero que me ocurra lo mismo con la muerte.
[...] No hay que proyectar nada a tan largo plazo, o al menos con intención de apasionarse por ver el final. Hemos nacido para actuar.
Quiero que se actúe, [...] que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin preocuparme por ella, y menos aún por mi jardín imperfecto.
Libro I, XX: «Filosofar es aprender a morir».
Sobre los libros
No me cabe duda alguna de que hablaré a menudo de cosas que están mejor tratadas en los maestros del oficio, y con mayor verdad. Es éste puramente el ensayo de mis facultades naturales, en modo alguno adquiridas; y quien me sorprenda en ignorancia, no hará nada contra mí, porque difícilmente responderé ante los demás de mis razonamientos, si ni siquiera respondo ante mí mismo; ni estoy satisfecho de ellos. Quien vaya en busca de ciencia, que la pesque donde se aloja: no hay nada de lo que haga menos profesión. Estas son mis ideas, mediante las cuales no intento dar a conocer las cosas, sino a mí: me serán quizá conocidas un día, o lo han sido en otro tiempo, según si el azar me ha podido llevar a los lugares en que estaban esclarecidas. Pero ya no me acuerdo.
Y, si soy hombre de alguna lectura, soy hombre de nula retención. [...]
Ante las dificultades, si encuentro alguna leyendo no me quemo las cejas; las dejo ahí, después de haberles lanzado uno o dos asaltos. Si me detuviera excesivamente, me perdería, yo y mi tiempo: porque tengo un espíritu espontaneo; lo que no veo al primer intento, lo veo menos obstinándome. No hago nada sin alegría; y la insistencia y la concentración demasiado firme ciega mi juicio, lo contraría y lo cansa. Mi vista se confunde y se pierde. Hace falta que lo retire y lo vuelva a poner varias veces [...].
Si un libro me irrita, cojo otro; y sólo me dedico a él en las horas en que el aburrimiento de no hacer nada empieza a apoderarse de mí.
[...] La ciencia y la verdad pueden alojarse en nosotros sin juicio, y el juicio puede estar también sin ellas; y, es más, el reconocimiento de la ignorancia es uno de los más hermosos y seguros testimonios de juicio que conozco. No tengo otro sargento de tropa para formar mis partes que el azar. A medida que mis pensamientos se presentan, los apilo; ora se presentan en tropel, ora se arrastran en fila. Quiero que se vea mi paso natural y común, tan desordenado como es. Me dejo ir según me encuentre [...].
Libro II, X: «De los libros».
Su manera de escribir y hablar
Porque, en verdad, en lo que respecta a las obras del espíritu, sean del modo que sean, nunca ha salido de mí cosa que me contentara; y tampoco la aprobación de los demás me satisface. Tengo el juicio descontentadizo y difícil, particularmente en lo que a mí se refiere; me retracto sin cesar; siento que floto y me doblo de debilidad. No cuento con nada mío con lo que satisfacer mi juicio. Tengo la vista bastante clara y afinada, pero al trabajar se enturbia: así lo noto de manera más obvia en la poesía; la amo infinitamente, conozco bastante las obras de los demás; pero hago, en verdad, puerilidades cuando me pongo a ello; no puedo sufrirme. Se puede hacer el tonto en todo lo demás, pero no en poesía. [...]
Siempre tengo una idea en el alma y otra confusa, como en sueño, que me presenta una forma mejor que la que tengo en marcha, pero sin poder atraparla ni explotarla. E incluso esa idea mejor es apenas mediana. Reconozco con ello que las producciones de las almas superiores y dotadas del pasado se encuentran mucho más allá del horizonte de mi imaginación y deseo. Sus escritos no sólo me satisfacen y me llenan, si no que me conmueven y admiran plenamente. Juzgo su belleza; la veo, si no hasta el fondo, al menos hasta el punto que me es posible aspirar. Emprenda lo que emprenda, debo un sacrificio a las Gracias, como dice Plutarco de alguien, para conseguir su favor. [...] Me abandonan en todo; todo en mí es grosero, hay falta de gracia y belleza, y en nada ayuda mi trabajo a la materia. Por eso necesito que ésta sea fuerte, con mucha garra y que luzca por sí sola. [...] Por lo demás, mi lenguaje no tiene nada de fácil y elegante: es áspero y desdeñoso, de disposición libre y desordenada, y me place así no tanto por mi juicio, cuanto por mi inclinación. Pero siento a las claras que a veces me dejo ir demasiado, que a fuerza de querer evitar el artificio y la afectación, caigo en otro extremo.
Libro II, XVII: «De la presunción».
Su ignorancia
No hay ningún alma tan débil y rudimentaria que en ella no se vea relucir alguna facultad particular; no hay ninguna tan enterrada que no emerja por algún lado. El porqué de que un alma, ciega y dormida a todas las demás cosas, se encuentre viva, clara y excelente en cierta cuestión particular hay que preguntarlo a los maestros; pero las almas bellas son las almas universales, abiertas y dispuestas a todo; si no instruidas al menos instruibles: lo cual digo para atacar la mía; porque, sea por debilidad o indiferencia (y desdeñar lo que está a nuestros pies, lo que tenemos entre manos, lo que más directamente influye en la experiencia de la vida, es cosa muy alejada de mi opinión), no hay ninguna tan inepta y tan ignorante como la mía en diversas cosas corrientes y que no pueden sin vergüenza ignorarse. Es necesario que cuente algunos ejemplos.
He nacido y me he formado en los campos y entre la labranza; tengo propiedades y una administración en mano, desde que quienes me precedían en la posesión de los bienes de que gozo dejaron su lugar. Ahora bien, no sé contar ni con fichas ni con pluma; la mayoría de nuestras monedas no las conozco; ni sé la diferencia entre un grano y otro, ni en la tierra, ni en el granero, si no es demasiado aparente, ni siquiera las diferencias entre coles y lechugas de mi huerto. Ni siquiera conozco los nombres de los principales instrumentos de la casa, ni los más sencillos principios de la agricultura, que los niños saben; menos en las artes mecánicas, en el comercio y en el conocimiento de las mercancías, diversidad y naturaleza de los frutos, los vinos, las carnes, ni en adiestrar un pájaro, ni en curar un caballo o un perro. Y, ya que tengo que avergonzarme por completo, no hace un mes que me sorprendieron ignorante del modo en que la levadura servía para hacer el pan […].
Libro II, XVII: «De la presunción».
Referencias Bibliográficas
Montaigne, Michael, Páginas inmortales, selección y prólogo de André Gide, traducción de Juan Gabriel López Guix, Tusdquets, Barcelona, 1993.