Migración
10 de noviembre del 2017

Nací lejos del Mediterráneo. Antes de la veintena me parecía un lugar mítico, habitado por personajes de un pasado complejo y glorioso. Egipcios, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, judíos, árabes y bereberes compartían un mar doméstico en el que se rotaban poderío y decadencia. A manera de compensación por esta lejanía geográfica, decidí explorarlo cartográfica y literariamente, hasta que gracias a una insospechada fortuna pude bañarme en sus aguas, zarpar en sus puertos, atravesar sus lindes con asiduidad y considerarlo un hogar adoptivo.

La primera vez que tuve contacto con el Mediterráneo, como muchos otros mexicanos, fue en Barcelona. Una ciudad de colores ocres y solares, ligeras pendientes peatonales, banqueros tatuados y trabajadores municipales con expansiones en las orejas. Escuché a árabes, chinos, pakistanís y rumanos hablar en un español de las más heterodoxas calidades, y por vez primera oí el catalán, cuyo vocabulario me pareció una laguna de curiosidades.

Sobre este modesto cuerpo de agua, rodeado de tres continentes, se encuentra el origen de la civilización egipcia, la más antigua de la región. El río Nilo hacía de irrigador de los cultivos de trigo con el espeso limo que dejaba tras su decrecida cíclica. Los habitantes podían planear con cierta regularidad las cosechas, cambiando así sus hábitos de cazadores y recolectores nómadas. Este fenómeno, el de la domesticación del grano de trigo, liberó al hombre mediterráneo de la imprevisibilidad cotidiana, invitándolo así a ser sedentario y crear núcleos urbanos. Como consecuencia simbólica de aquella obsesiva visión a futuro, sus gobernantes planeaban formar parte de la eternidad erigiendo colosales monumentos funerarios.

Llegando a Atenas lo primero que se me ocurrió fue buscar un libro de Kavafis en una librería de viejo. Eran los tiempos de crisis social, con huelgas multitudinarias y quemas de autos de la policía. Me hice de un buen amigo en la librería, le parecía muy gracioso que un mexicano estuviera buscando las huellas del poeta alejandrino en ese preciso momento.

Un agente dinamizador de la vida mediterránea fueron los fenicios, que gracias al cedro que crecía en sus bosques crearon los mejores barcos mercantes de la antigüedad. Éstos distribuían mercancía proveniente de Persia hacia regiones insospechadamente avanzadas del noroeste africano. Este fenómeno resultó vital para crear contacto entre regiones distantes que gracias al mar tenían una relación.

Venecia me parecía un museo en alquiler. Aquella ciudad tan altanera y abundante en comercio en el Renacimiento, devino un parque de diversiones con un servicio parco y malhumorado. Los antiguos comerciantes se vuelven rentistas o camareros, profesiones que difícilmente disfrutan.

Los competidores de estos aventureros mercantes fenicios fueron nada menos que los griegos, quienes, además del comercio, desarrollaron el cultivo de la vid, el olivo, una escritura propia y un extraño interés por el pensamiento abstracto. Esta última característica hizo de este pueblo uno muy importante, pues gracias a su elaboración llegó a desarrollar complejos sistemas de gobierno y escuelas de pensamiento. Tras erigir ciudades-estado de gran importancia, que sólo dejaban de rivalizar entre sí cuando encontraban a un enemigo común (cual historia de familia), generaron un área de influencia, en buena parte en el mar doméstico, desde Turquía hasta el sur de Italia y Francia.

Tánger es un puerto de una impresionante decadencia. Allí se pueden apreciar el apacible encanto de las ciudades que tras un esplendor pasajero vuelven a su antigua naturaleza, y de nuevo esperan pacientemente su turno. Entre los nuevos centros comerciales y el mercado tradicional hay una separación de unos cuantos kilómetros y siglos. Uno puede ser interpelado en la calle con bastante frecuencia, sobre todo si se lleva una maleta a cuestas. El interés por el extranjero oscila entre la curiosidad y la mendicidad, que no siempre es fácil de distinguir.

Los romanos, fuertemente inspirados por los griegos, aunque acompañados de miras imperiales más efectivas, fueron el primer y único unificador total del Mediterráneo. Añadieron a las rutas marítimas comerciales caminos por tierra, dirigidos hacia Roma. Aunando conquistas militares con hábiles tácticas administrativas y jurídicas los romanos hicieron del mar entre tierras el Mare Nostrum, en donde dejaron huellas de su influencia incluso mucho después de la caída del Imperio.

La ciudad de Mequinez es una de las ciudades imperiales marroquís. En su centro se puede observar un activo mercado cubierto con laberínticos pasillos, en donde hay, además de la mercancía, restos de comida, gatos callejeros y tiendas de antigüedades que siempre parecen vacías. La denominada “nouvelle ville” es la parte colonial de la ciudad. Ahí los recientes comercios americanos se mezclan con la arquitectura urbana de los años 80. Una ciudad polvorienta y provincial, con hermosas fuentes de mosaico y minaretes que acompañaban a noctámbulos y madrugadores en sus llamadas a la plegaria.

De esta cultura grecolatina somos, en tanto latinoamericanos, importantes herederos. Una cultura de climas cálidos, de intensa sociabilidad, de poderosos lazos consanguíneos y una estrecha relación con el pasado. En comparación con las infinitas estepas asiáticas y selectivamente pobladas regiones de América, la región costera mediterránea se encontraba desde la antigüedad involucrada en ininterrumpidos intercambios comerciales, flujos migratorios y enfrentamientos bélicos. No había manera alguna de aislarse de sus numerosos vecinos, lo que ocasionó ser un mar propenso al comercio, al desarrollo de la tecnología, a la filosofía y a la guerra. Tras la caída de Roma, el dominio hegemónico de esta rica región se colapsó, dividiéndose en dos imperios que pronto contaron con nuevos rivales. El islam aparecería unos siglos después, trayendo consigo un nuevo profeta e imperio.

La ciudad de Marsella es una síntesis del Mediterráneo, con una población proveniente de los más diversos confines del mar y su influencia. Una ciudad popular, como existen muy pocas en la Francia contemporánea; los precios son moderados y la vida social intensa. En un bar uno puede conocer a extraños con enorme facilidad, fenómeno que contrasta con otras urbes francesas.

Comenzada la Revolución industrial de finales del siglo XVIII, el Mediterráneo dejó de ser el centro del desarrollo económico y político mundial. Las rutas de comercio y la importancia de las colonias trasatlánticas y asiáticas hicieron girar el eje de importancia hacia otros confines. España, aunque enriquecida por sus colonias americanas, no dejaba de ser atosigada por piratas ingleses y sufrir su poco conveniente sistema administrativo. Los metales preciosos de América se convertían en armas para combatir a turcos y franceses.

Palermo es una ciudad que supura la hibridación mediterránea. Elegante y popular, decadente y vital, provinciana y el centro de un mundo. Su vida callejera asemeja a un mercado y a una obra de teatro, una isla en medio de los siglos. También les gusta el rock, que resuena en las tabernas y en las estrechas calles de la Vucciria. Las mujeres son hermosas, pues combinan cabello normando, miradas árabes y la locuacidad española.

La Europa septentrional, debido a su papel dominante sobre las rutas comerciales oceánicas y a la exploración de sistemas industriales de producción, tomaría de manera incontestable el papel predominante dentro de la vida política y económica mundial. Por primera vez en miles de años el Mare Nostrum dejó de ser el mar protagónico. El norte de Europa —los antiguos bárbaros que habitaban bosques oscuros y húmedos— se convertía en el referente civilizatorio gracias a sus fábricas, armadas y sistemas de recolección de impuesto.

Liubliana es una capital modesta, entre eslava y austriaca. Allí uno puede caminar entre calles pulcras y gente amable que con gusto orientarán con parsimonia al turista curioso o desubicado. Uno puede hacerse alojar en una antigua prisión que funciona ahora como un hostal de diseñador. Europa al parecer es ambas al mismo tiempo.

El Mediterráneo no ha sido un mar de paz, sus aguas han sido teñidas de rojo cual vino durante miles de años. ¿Que no es acaso la primera literatura mediterránea la narración de una guerra? Sin embargo, casos de cohabitación han sido posibles entre diferentes grupos humanos y sus costumbres. Esta cohabitación es una de las aportaciones del mar entre tierras, además de recordarnos lo caprichosa que puede ser la Historia: una mujer de intenciones incomprensibles.

Frases
Guillermo de la Mora Irigoyen
  • Escritores invitados

Guadalajara, 1989. Ensayista y traductor literario. Es Licenciado en Filosofía y cursa una Maestría sobre Diplomacia cultural enfocada en el Mediterráneo (Máster MIM).

Fotografía de Guillermo de la Mora Irigoyen

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