Columna Semanal
09 de octubre del 2019

Desde hace algunos años has estado adelgazando tanto que ya no te recuerdo como el niño vivaz que recorría la primaria, a gritos, llamando la atención de todos los profesores por lo mal que te comportabas. Llegaste a estar en la oficina del director por más de quince veces en todo un año escolar. Carlos, el insoportable. El gritón y chillón. El niño que había estado desde su nacimiento solito. A veces te veía sentado llorando, en un salón vacío, porque ya no deseabas recibir los castigos impuestos ni tampoco la mirada pesada de tus compañeros al no corresponderte en el mismo círculo de cercanía. Largos ratos sentados en una ventana que daba hacia el patio de tu casa. Momentos felices que recuerdas jugando en tu habitación rodeado de juguetes. Tu madre, callada en su cuarto, bordando, abstracta, que cada que preguntaba por tu no presencia sabía que ya hacía horas que te había recogido del colegio.

Pasó un lustro y estabas en el punto ágil de la juventud. Caminabas con el pecho caído, poseías largos brazos delgados que parecían fideos rebotando sobre tus costillas. Alto. Con la nariz respingada y grandes ojos de color olivo que recordaban a la fisionomía de un búho. Te gustaban los deportes, pero no mucho. Solía decirte que era necesario moverte porque si te metías en problemas podrías protegerte. Renegabas. Era la paz o la nada. Yo me frustraba al verte ahí, otra vez tirado en tu cuarto pensando en que estarías mejor en otro lugar, con otro tipo de gente, haciendo cualquier cosa menos que aguantar otro año en un territorio tan desperdiciado como provinciano.

Eres un ser tan débil como corrompible. Una vez te encontré en el baño de una fiesta. Vomitando. Tuve que poner tu cara en la loza del escusado para luego recostarte en el piso. Habían voces afuera. Te advertí que te pararas. Que me permitieras ayudarte, sin embargo continuaste en la negación tirándote al sueño profundo. Incluso semanas más tarde volví a decirte que tenías mi ayuda completa, querías pasar el examen final de biología y te mencioné que era demasiado tarde, aunque podríamos hacer todo el esfuerzo para que pasaras; lloraste del coraje, tiraste objetos de la cocina partiendo una de las estatuas que tu madre más quería. No podrías parar.

A lo largo de los años he aprendido a entenderte. Eres irascible e incapaz de tener una empatía hacia otras situaciones. Te has encerrado por tantos años en esa coraza que me fue impedido desde un principio inclusive desarrollar una conversación contigo. Eres una persona muy especial. Esta estima que me cargo es una cruz que te representa. Un cariño fuerte, fuente de todos mis desvaríos por ti. Tengo la necesidad de protegerte, de captarte, de sacarte de esa tristeza y todos esos caprichos que has querido desde niño. He estado buscando esa oportunidad de hablar contigo pero no tienes la mínima idea de cómo contestarme. Me das aires y eso evoca un vacío en nuestra relación.

Hoy, viéndote así de cerca, podría jurar que esas largas pestañas que están perpetuas detrás de ese velo blanco que te cubre, parecen vibrar con el aire estremecedor de otoño. Estás algo pálido, en tus labios ya no se perciben ese auténtico color carmín y hay algunas venas que se destellan en tu rostro. No puedo decirte nada de lo que ya sepas, Carlos. Toda tu vida habías buscado esa real conexión, y esa estaba conmigo. Pero mientras tú sigas tres metros bajo tierra, yo estaré aquí, viéndome igual que tú, hasta que por fin logres despertar.

Carolina Kelber

Nací un 13 de abril de 1996 en Río de Janeiro, pero desde niña he vivido en México. Mis padres, desde temprana edad me inculcaron en un sistema educativo de aprendizaje, dónde yo aprendiera a leer, escribir y hablar en mi lengua materna: portugués. Estudié la Licenciatura en Derecho con especialización en Derecho Aduanero y actualmente persigo una maestría en Derecho Fiscal.

Fotografía de Carolina Kelber

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