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08 de octubre del 2016

La novela española del siglo XXI, probablemente, no ha dado aún obras maestras, esas “apariciones tangibles”, como las llamaba Cristóbal Serra; pero está viva y nos apela. Para explicar estos quince años, me centraré en un momento concreto, de enero de 2014 a hoy mismo, en parte porque es el tiempo en el que mi observación del terreno ha sido más minuciosa y sistemática. Obviamente, desbordaré ese marco cada vez que sea necesario.

Entre las majors, Anagrama, Seix Barral y Random House son hoy las editoriales que mejor representan la voluntad de dar alternativas a nombres poco conocidos para el gran público y hacerlos convivir con los Grandes Nombres Canónicos del mercado. Dos ejemplos: cuando escribo estas líneas, se anuncia el desembarco en Seix Barral de Juan Vico (1975) con Los bosques imantados; en febrero, Pablo Rivero (1972) hacía su aparición en Anagrama con Érase una vez el fin. Ambos han llegado a esos sellos después de una trayectoria en otros, pequeños o muy pequeños; parte de ese tejido de editoriales que contribuyen a poner en circulación la obra de nuevos autores o a dar continuidad a otros que permanecen en un estado minoritario. Pienso en Salto de Página, que en estos dos años ha publicado a Juan Gómez Bárcena (1984), Aixa de la Cruz (1988), Nere Basabe (1978), Javier Moreno (1972) y Román Piña (1966), entre otros. En Sloper, que ha rescatado al arrabalero y gamberro Carlos Meneses (1969) y dio la alternativa a Carlos Maleno (1977) con Mar de Irlanda y La rosa ilimitada, dos estupendos textos que circulan entre Bolaño, Lynch y Houellebecq. O en Candaya, a quien debemos Fiebre, de Matías Candeira (1984), el descubrimiento de Miguel Serrano (1977) y su magnífica Autopsia generacional, y Leonardo Cano (1977) y su igualmente generacional La edad media; a ambos les podemos sumar el debut de Manuel Astur (1980), Quince días para acabar con el mundo, editada por Principal de los Libros. A medio camino entre las pequeñas y las muy grandes, el fenómeno de las editoriales independientes condiciona el futuro de la narrativa española, con Periférica, Sexto Piso, Libros del Asteroide e Impedimenta como cabezas visibles, más volcadas en la traducción o el circuito latinoamericano, pero con buen radar para los autores españoles. Y también, en Lengua de Trapo (menos decisiva que hace una década), Páginas de Espuma, Xordica, Ediciones del Viento, Malpaso... Hemos dejado editoriales grandes, medianas y pequeñas sin citar; no es juicio sino accidente.

La Primera Fila Oficial de la narrativa española, ese catálogo de firmas con portada de suplemento garantizada, a menudo vinculadas a la Nueva Narrativa Española que apareció en los primeros años 80, ha dejado en los últimos tiempos bastantes libros sin interés y otros tantos valiosos, aunque en pocos casos realmente esenciales. En lo que llevamos de siglo XXI, la trayectoria de Javier Marías (1951) ha quedado marcada por el descomunal y admirable intento, aun no del todo logrado, que supuso su trilogía Tu rostro mañana. Le siguieron Los enamoramientos, que no es un libro afortunado, y Así empieza lo malo, de 2014, una novela que arranca como pieza de cámara, logrando unas páginas magistrales en los dominios de la intimidad, pero que luego pierde fuelle al abrir la panorámica para enjuiciar la Transición. Antonio Muñoz Molina (1956) abordaba con solvencia la historia del asesino de Martin Luther King en Como una sombra que se va, aunque el contrapunto de autoficción que introducía es menos reseñable. En El impostor, Javier Cercas (1962) ha insistido en su exploración de la frontera entre realidad y novelización, atendiendo a la biografía de Enric Marco, que se hizo pasar por superviviente del Holocausto sin serlo, al tiempo que se pregunta por la impostura del escritor y la carga de ficción del relato de la Transición. Como se ve, ese período se ha convertido en una constante del debate intelectual español.

Pero, entre estos Muy Consagrados, a quienes el siglo XXI les está sentando mejor es a dos autores contrapuestos. Enrique Vila-Matas (1948), duende Puck de las letras españolas, especialista en reunir vida y literatura, verdad y performance, teoría y narración, diversión e inteligencia, juego y juego. En la última década y media, Vila-Matas ha viajado de la francofilia a la anglofilia con absoluta naturalidad, y en los dos últimos años ha entregado Kassel no invita a la lógica y Marienbad eléctrico, confirmando que no hace falta lo novelesco para escribir novela, y que el territorio aparentemente elitista y abstracto del arte contemporáneo es compatible con una mirada narrativa tan lúcida como lúdica. Por su parte, el fallecido Rafael Chirbes (1949-2015) ha quedado como ejemplo de realismo crítico y cronista oficial de la especulación y la corrupción del a menudo rebautizado “Régimen del 78”. La etiqueta es cierta, como atestiguan La gran marcha, Crematorio y En la orilla; pero esos mismos libros demuestran también que su escritura desborda esa etiqueta, por inteligencia, por sutileza analítica y por modernidad bien enraizada. Por eso es tan oportuno y elegante que su última novela, publicada póstumamente, sea la breve y emocionante París-Austerlitz, en gran medida una historia de amor con la muerte como testigo.

En 2016 han coincidido varios espléndidos libros sobre Barcelona. Dos de ellos hablan de la ciudad en los años 70, escenario mítico del antifranquismo, la Transición, la liberación sexual replicando al París del 68, las drogas o Bob Dylan. El mallorquín José Carlos Llop (1956) ha logrado uno de sus mejores libros con Reyes de Alejandría, de un fragmentarismo modianesco y arraigado en la memoria, con la música y la poesía como hilos vertebradores, y otras dos ciudades de contrapunto: la Palma natal y el París de la literatura. Llop ha acabado siendo un escritor tan francés como español, más leído allá que aquí. Marcos Ordóñez (1957) es El Crítico Teatral del país y de El País, un memorialista excelente como ya demostró en Un jardín abandonado por los pájaros, y el año pasado entregó una novela biográfica llena de encanto, Big time: la gran vida de Perico Vidal, que recreaba la vida entre estrellas (Sinatra, Gardner, Monroe, Welles…) del protagonista. Su aproximación a la Barcelona setentera se titula Juegos reunidos y tiene un espíritu también fragmentario, pero más lúdico y popular que el llopiano: cine americano, barrios canallas and other stuff. Ambos libros, el de Ordóñez y el de Llop, suponen piezas memorables en la construcción del imaginario literario de una ciudad con mucho pedigrí al respecto. Antonio Soler (1956) también se encarga de Barcelona, pero desde una perspectiva histórica, en Apóstoles y asesinos, que recrea con nervio y rigor histórico la peripecia del Noi del Sucre, Salvador Seguí, figura esencial del primer tercio del siglo XX, ya saben, bombas, anarquía y cosmopolitismo portuario. Es un libro estupendo, muy bien acompañado por el regreso de Juan Miñana (1959) al género, El cielo de los mentirosos, que en cierto modo acaba donde la otra empieza, en este caso siguiendo los pasos de Pompeyo Gener, Peius, otro personaje histórico, filósofo y bon vivant tan enternecedor como delirante.

Y por así decirlo, hay autores de estéticas de riesgo. Andrés Ibáñez (1961) es un posmoderno, un lector de Pynchon y Murakami, pero también de Soseki, un devoto de Lynch y Patrick Harpur, un músico secreto, un prosista que escribe como un ilustrador que dibuja con línea clara, un mitólogo: su Brilla, mar del Edén empieza como réplica a la serie Lost de Abrams, pero pronto es algo mucho más misterioso y sagrado, con referencias a Bolaño y digresiones yogui imparables. Enorme libro. Agustín Fernández Mallo (1967) estuvo en el centro de la discusión por su Trilogía Nocilla, fuente de un debate que tuvo gracia hasta que se agrió, como siempre en España. Probablemente el autor es más poeta o industria de ingenio que estricto narrador; y habrá quien piense que su concepto de literatura es tan limítrofe con otras disciplinas que a veces se desdibuja. Pero nadie debería negarle que sus libros están atravesados por ideas brillantes, fogonazos analógicos sorprendentes e imágenes casi iconográficas. Limbo es su mejor novela. Manuel Vilas (1962) se adscribe a una estética vilasiana, esto es: pop, descarada, autorreferencial, hecha de alternativas (in)verosímiles a la realidad, furiosa, feliz y triste. Setecientos millones de rinocerontes se plantea como un libro de autoayuda para afrontar el alcoholismo y el divorcio, y es otro paso en su retrato irreal-realista de España. Javier Calvo (1973) puede pasar simultáneamente por escritor gótico, decimonónico, posmo, pop, de culto, paródico… En todo caso, es un grande. Y es también el prosista más influyente de su generación en España, gracias a su tarea como traductor: David Foster Wallace, Ian Sinclair, Coetzee, Palahniuk… Su último título no es una novela sino un ensayo sobre ese otro oficio, El fantasma en el libro. Ricardo Menéndez Salmón (1971) puede dirigir con lucidez su ambiciosa mezcla de narración, metáfora, idea y estilo exacerbado en cada frase, y entonces logra una bellísima aproximación a la infancia de Jesús en Niños en el tiempo; pero esa misma ambición puede descarrilar, y en ese caso obtenemos una engolada distopía: El Sistema. Juan Francisco Ferré (1962), pynchoniano de guardia, contrapone brutalidad satírica a brutalidad sistémica en El Rey del juego, videojuego sociopolítico en el que el realismo hispánico deriva en pesadilla ballardiana muerta de risa. Y ahora, una ocurrencia-pirueta para encajar otro nombre totalmente exótico en el contexto de este párrafo: puede que no haya estética más arriesgada, o al menos más independiente y alejada de modas, que la de Jenn Díaz (>1988), mirándose de modo explícito en el espejo realista de Ana María Matute y Carmen Martín Gaite para facturar una sutil novela “clásica” de posguerra conducida por un personaje femenino logradísimo: Es un decir. Díaz acaba de publicar una nueva novela: Madre e hija.

También hay una corriente, compuesta por autores de propuestas ni homogéneas ni asimilables con simplismo, de narrativa política o politizada, o políticamente comprometida o explícita… Disculpen si me limito a insinuar el debate que merece una categoría tan discutible. Su gran dama es Belén Gopegui (1963), que publicó El comité de la noche en 2014, thriller con la industria farmacéutica al fondo; que obtenía sus mejores páginas al tratar de definir la literatura y su operatividad sobre lo real: “Si el poder de una historia tiende a ser ínfimo, lo cierto es que también resulta incontrolable”. Marta Sanz (1967) lleva una década consolidando un discurso coherente y propio (léase el ensayo No tan incendiario), hasta que Farándula, Premio Herralde, se convirtió en la Novela Que Había Que Leer de 2015: obra sólida, inteligente, en la que el mundo del teatro y de la interpretación da pie a preguntas pertinentes sobre el compromiso político y las nuevas formas de consumo cultural. Dando un salto generacional, vienen a continuación Isaac Rosa (1974); Pablo Gutiérrez (1978), cuyo Los libros repentinos se acerca a la periferia de la ciudad para descubrir en ella el corazón de los regímenes políticos que han forjado la segunda mitad del siglo XX español; o Elvira Navarro (1978), que con La trabajadora propone una aproximación precisa y valiente al precariado, en conexión con la enfermedad mental como punto de vista. Retrato desconcertante de Madrid y sus barrios, viaje nocturno con monstruo acechante al fondo, La trabajadora es una novela entre realista y cerebral, de escritura densa, notable. No sé si la literatura perturbadora de Sara Mesa (1976) encaja del todo en este “grupo”, pero ya que su constitución como tal es mera convención pasajera para estructurar este repaso urgente, me permitiré incluirla. Con Cicatriz, Mesa escribió una de las mejores novelas españolas de 2015, una historia de amor obsesivo e incómodo entre una chica que responde a los parámetros medios y un chico que vive de robar en las grandes superficies y se empeña en encarnar la pura improductividad. En 2016 apareció su libro de relatos Mala letra. Y cierro con Carlos Pardo (1975), estupendo poeta, inteligencia de primer orden, cuyos Vida de Pablo y El viaje a pie de Johann Sebastian exploran desde una perspectiva, digamos que autoficticia temas como la clase media, la familia, la identidad política y estética o la condición de creador. Son dos libros importantes, en los que lo político pesa como pesa el dandismo; si bien el dandismo es político, supongo.

Ahora quiero vincular insólitamente tres libros distantes entre sí, los tres entre lo mejor del período que he acotado. El fotógrafo Paco Gómez (1971) se ha arrancado en estos últimos años con un proyecto apasionante por muchas razones: es autoeditado, utiliza lo fotográfico como parte esencial de lo que se cuenta, y se hace preguntas desconcertantes. Una de ellas parecía ser el motor de su primer libro, el hipnótico Los Modlin: ¿qué podemos contar quienes venimos de una familia sin nada que contar? La respuesta fue obsesionarse casi paranoicamente con una familia excéntrica, esos Modlin del título, a quienes descubre por casualidad, cuando encuentra sus excéntricas fotografías personales en un cubo de la basura. El proyecto continúa ese año con Proyecto K., recién salido del horno, que persigue los hipotéticos pasos de Franz Kafka en un viaje a Madrid. En todo caso, por lo obsesivo, Los Modlin podría darse la mano con Los hemisferios, de Mario Cuenca Sandoval (1975), novelaza delilliana que no es perfecta por poco, llena de cine y vampirismo, porque el cine es vampirismo, que también le da vueltas a la paranoia, a lo que se añade una idea dúctil y extraña de realidad, entre lo onírico y la teoría de cuerdas. Y por la pregunta en torno a la familia, Gómez puede hermanarse a Los extraños, del ibicenco Vicente Valero (1963), que reúne las biografías de cuatro miembros de su familia que constituyen rarezas, exilios, externalidades al gran relato institucional de un linaje anclado en una isla. Su prosa es de una delicadeza que no excluye el período extenso, una civilizada indagación en la memoria propia y colectiva. Los extraños es, en fin, un eco que contribuye a restituir algunas ausencias.

El corsé convencional y bastante tonto de la literatura de género reclama no ser tenido en cuenta, pero en estas páginas nos servirá para citar algunos autores y libros organizándolos en torno a fórmulas fáciles. Así, la literatura de terror tiene a la estupenda Pilar Pedraza (1951), referencia indiscutible también en el campo del ensayo, que con su reciente Lobas de Tesalia plantea un viaje daimónico y hechicero a la antigua Roma; la negra, a Carlos Zanón (1966) y su Barcelona periférica, sucia, visitable en Yo fui Johnny Thunders; el notable Justo Navarro (1953) encaja todavía menos en el arquetipo de “autor de negra”, pero ha firmado otro gran ejemplo de literatura del género: Gran Granada. Con la ciencia-ficción, el auge es claro: disponemos del acercamiento intelectualizado de Jorge Carrión 1976) a la distopía en tres novelas y una nouvelle, Los muertos, Los huérfanos, Los turistas y Los difuntos; Los últimos, de Juan Carlos Márquez (1967), que es un giro sobre el clásico relato postapocalíptico; y desde luego, el peculiar Colectivo Juan de Madre (1979) y su New MYnd, a vueltas con las identidades y las vidas múltiples. De CJdM también merece la pena recuperar el anterior: El libro de los vivos, novela que juega a ser un palimpsesto desconcertante. Su actual sello editor, Aristas Martínez, elabora un catálogo curiosísimo, en el caben el new weird de Tamara Romero y sus competidoras de lucha libre distópica en la divertidísima ¡Pérfidas!, o el universo desinhibido, pulp y loco, de Laura Fernández (1981).

Y bien, la novela española del siglo XXI ofrece más nombres y más libros, algunos buenos y otros nada. Ocurre que no todos se publicaron en el período propuesto, también que no todos cabían en este breve espacio. Sobre todo, ocurre que uno siempre es ignorante y no ha leído todos los libros. Pero con un mapa así, al menos queda claro que la orografía es variada.

Frases
Josep Maria Nadal Suau
  • Escritores invitados

Palma, 1980. Crítico literario y Doctor en Literatura Contemporánea, colabora regularmente con el suplemento El Cultural del diario El Mundo.

Fotografía de Josep Maria Nadal Suau

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