Se dice que el domicilio es el sitio al que se regresa después de un periplo. Ulises se vuelve un mito del origen cuando se trata de una disyuntiva que, parafraseando el título de Héctor Tizón, se dirime entre la casa y el viento. La literatura opone la experiencia y el relato, y una literatura centrada en el desplazamiento conjugaría dos polos que, en un principio, se muestran irreductibles. Si no hubiera domicilio, hablaríamos de una vida nómada. El viaje es condición necesaria para hablar de migración, pero no suficiente: el inmigrante tiene un punto de partida y forja un recorrido. La distancia entre el recorrido pautado y el recorrido vivido define su experiencia inalienable: así la literatura de la migración se vuelve el relato de un equívoco.
Ahora bien, ¿el inmigrante cuenta con un punto de llegada? ¿Cuál es su domicilio? Al menos, mencionemos dos: el lugar de partida y el lugar en el que vive. Por más que la adaptación le resulte placentera, por más que se sienta como en casa, el regreso es un fantasma que se manifiesta bajo la máscara del deseo, de lo imposible, del fracaso o de la prohibición. Cualquiera que haya vivido en un país que no es el propio sabe que en cierto momento de toda charla, el interlocutor alude al punto de partida o, más bien, a ese punto de posible regreso. El lugar en el que se debería estar, el lugar en el que no se debería estar, el lugar en el que se desearía estar, el lugar en el que resulta imposible estar, el lugar en el que se proyecta estar.
Entre esos posibles fantasmas, que muchas veces conviven o se alternan durante el tiempo que dure la experiencia migratoria, quien ejerza la escritura se enfrenta a varias preguntas, y la primera apunta a su material de trabajo: la lengua. Pienso en Vladimir Nabokov y su capacidad para cambiar de idioma. Pienso en la manera en que a través de personajes que son emigrados, Nabokov recupera el país que perdió —la literatura de los emigrados como un conjuro—. Pienso en Joyce viviendo fuera de Irlanda para inmortalizar un día cualquiera de un hombre cualquiera y convertirse en una referencia en toda guía turística de Dublín —otra vez, un equívoco—. Pienso en Witold Gombrowicz bajando de un barco en Argentina, enterándose de lo sucedido en Europa, sabiendo entonces que no puede volver y que con su primera novela, escrita en polaco y publicada en Polonia, no convencerá a nadie de que es un gran escritor. Traduce Ferdydurke en el bar en donde solía jugar al ajedrez por dinero; traduce en voz alta del polaco al francés, luego el tipo que sabe francés lo pasa al castellano y así; entre escritores, jóvenes y parroquianos, se llega a un texto que es y no es el texto original —insiste la distancia entre el proyecto y lo material—.
Las tres referencias remiten a traducciones. Los emigrados evocan lo señalado por Ricardo Piglia sobre el origen de la palabra “novela”: novelar se vincula con el traducir y, por lo tanto, con el carácter universal de una historia. Por un lado, se está en otro tiempo, por el otro, se está en otro espacio. Los escritores emigrados captan lo universal y, a la vez, lo singular de las voces de aquellos lugares que abandonaron.
La literatura latinoamericana podría ser definida como una literatura de emigrados. Los cursos de literatura colonial en las universidades comienzan por las cartas de Cristóbal Colón y de Hernán Cortés, que pueden ser leídas como las cartas que dos inmigrantes envían a su patria para seducir al interlocutor y esconderle los fracasos. En los relatos de migraciones sobrevuela un interlocutor, frente al que se despliega —para quien sepa pesquisarlo— lo soñado y lo vivido. Son marcas que pueden rastrearse a lo largo de los años, aunque las coordenadas cambien: el cuento “Paso del norte”, de Juan Rulfo, o la novela de Yuri Herrera Señales que precederán al fin del mundo, son dos excelentes ejemplos de esos equívocos.
¿De qué manera pensar la migración en la literatura argentina, el país en el que nací, el país en el que ya no vivo? El chiste es conocido, y como todo chiste, más que a un hecho de la realidad, remite a un deseo, es decir, a un vacío: los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos. Literatura emigrada, la argentina, desde sus orígenes: Sarmiento en Chile aventurando hipótesis sobre cómo es la pampa, idealizando una Europa que jamás conoció; Juan Bautista Alberdi en Peregrinación de Luz del Día eligiendo a la Verdad como el emigrante que abandona Europa para anclar en América; los anarquistas que llegan a la Buenos Aires del centenario escriben textos que desmontan las pretensiones porteñas —el cubano Enrique Vera y González y La estrella del sur—; Julián Martel en La bolsa, en donde la desilusión modernizadora hace que el inmigrante europeo ya no encarne el ideal sino que se convierta en el chivo expiatorio sobre el que se proyectan las frustraciones y la violencia de una patria. Apertura y cierre de una época. Comienzo de otro siglo, el siglo XX: se cuentan las migraciones internas —los cuentos de Rozenmacher—, los exilios interiores durante la dictadura —Respiración artificial, de Piglia—, los exilios exteriores —Las varonesas, de Catania—, los exilios económicos —Perdida en el momento, de Suárez—. Quizá los escritores más intrigantes sean aquellos en los que el equívoco de la migración no se expresa tanto en el contenido de una historia como en una manera de intervenir sobre la lengua propia, esa lengua materna que, dicen, por definición, es aquello que no se olvida: los personajes de Ariana Harwicz, argentina radicada en el campo francés, parecen buscar ser expulsados de la lengua. La literatura emigrada sale de la lengua para mostrarnos lo extraño de lo más íntimo: lo propio se vuelve ajeno, se quiebra la distancia entre el adentro y el afuera, quedan al descubierto las aristas del fantasma del origen, esa pregunta que insiste y que nunca encuentra una respuesta plena sino más bien desviada.