...tocad más sombríamente los violines
luego subiréis como humo en el aire
luego tendréis una fosa en las nubes
allí no hay estrechez...Paul Celan, Fuga de la Muerte
Algo siempre subsiste en medio de las ruinas, algo cercano al polvo, al tiempo y al lenguaje. Anselm Kiefer (Donaueschingen, 1945) nunca percibió que los escombros tuvieran alguna presencia negativa sino simplemente observó lo venidero, un punto de partida para construir algo nuevo. “Nací todavía en época de guerra —expresó en una conversación— cuando los franceses avanzaban y estaba sometido a bombardeos Donaueschingen y crecí junto a escombros. Mis padres me taparon los oídos con cera, como a Ulises, para no oír las bombas. Mis sirenas fueron las bombas”. En la Alemania de la posguerra todos advirtieron ruinas por doquier. Cualquier persona tiene derecho a olvidar. Pero los escombros en sí mismos no son algo definitivo sino futuro, y Kiefer lo imaginó. Sintió que las ruinas no son más que un estado de transición, parte de un proceso, de un flujo circular.
La obra de Anselm Kiefer es una anomalía en la pintura. Refleja un contundente rechazo a las tendencias artísticas de su tiempo con su enigmática intuición gnóstica. Es la figura más ambiciosa de su generación frente a los escasos pintores que buscan lo infértil y lo superfluo en la pintura. Kiefer encuentra el aura, al utilizar objetos y sustancias, contenido en las propias cosas. Su impactante visión simbólica es inconfundible. Al grado de que uno de los críticos más obsesionados con los principios de la influencia en el arte, Harold Bloom, no encuentre un paralelo creativo literario para Kiefer en la actualidad, y se vuelva a Joyce y a Proust o a Stravinsky y a Schonberg. A pesar de que ha incursionado en los medios más habituales de la segunda mitad del siglo pasado —la fotografía, la instalación, el grabado o el dibujo— la exploración comprometida de Kiefer en la pintura desconcierta. En ese momento histórico, después de la vertiginosa explotación de posibilidades que padeció la pintura figurativa durante el siglo xx, parece conservador volver a ella en comparación a otros soportes.
Los cuadros de Anselm Kiefer no proponen respuestas novedosas sino nuevas preguntas referidas a nuestras imprecisas concepciones y prejuicios sobre lo que debe develar un cuadro. La reputación de Kiefer, como apunta agudamente Robert Hughes, se benefició de las limitaciones de la educación visual de los ochentas. Toda su obra no disfruta el mismo valor. Conocido por sus trabajos monótonos que frecuentan irónicamente la memoria histórica alemana —particularmente el periodo nazi—, Kiefer durante los años setentas pintó paisajes que capturaron la sombra del espíritu germano y la autonega- ción del espíritu bajo complejos símbolos culturales. Discípulo de Joseph Beuys, renovador estético de la Alemania de posguerra y uno de los artistas alemanes más discutidos que aspira a una renovación de todas las formas, Kiefer debe a su maestro el fondo imaginario de su historia y la afición a los mismos materiales como el hierro oxidado y el plomo, aunque Kiefer se muestra más tradicional al decantarse por la pintura en telas monumentales y al alejarse unos pasos de las elaboraciones efímeras de su maestro.
En la década de los años ochentas empieza a interesarse por la Cábala y la alquimia. Los nombres le provocan unas sensaciones misteriosas de que hay algo oculto detrás de ellos: el aura —lo que nos recuerda a Benjamin. Anselm Kiefer trabajó con las texturas y materiales más inusuales que no permiten dominación, como plomo, ceniza, polvo, paja, pegamento, y continuamente experimenta con nuevos materiales para abordar el tiempo, el viento, el hebreo antiguo o la historia egipcia. A Kiefer le gusta combinar objetos reales y pintados. Es una reflexión sobre la ilusión. Un pintor es alguien que trabaja también con las ilusiones, con sombras, luces y colores, y a su vez, con la aceleración o la transformación que son inmanentes en las cosas. Esto es un poco la ideología de la alquimia: la aceleración del tiempo para transformar los metales en oro, es decir, acelerar los procesos naturales. Una hazaña arriesgada.
La afición por el plomo es seductora. En la alquimia es un metal bajo, pero un material impermeable y maleable como el tiempo. A Kiefer le atrae porque es materia para las ideas y, además un medio para el pintor, como la ceniza que es suave e inalterable. Una de las series más conmovedoras en su trabajo es la inspirada en el poema “Fuga de la Muerte” de Paul Celan, donde evoca a las metafóricas protagonistas Margarete, con su largo cabello rubio, y a Su- lamita, cuyo cabello negro denota sus orígenes judíos. Los blondos rizos de Margarete se superponen a paisajes áridos, requemados con espesa pintura mezclada con paja. El cabello cenizo de Sulamita es pintado cuando el de Margarete es representado con paja. La terrible imagen de Sulamita obsesiona algunos años a Kiefer y la asemeja a un oscuro castillo militar en otros cuadros. Por otra parte, la imagen de Margerete debe mucho a la visión de la mujer alemana creada por Goethe en el Fausto. Mar- garete exhibe pureza, un amor inocente hacia Fausto y una serie de valores morales. Conjuntamente implica la nobleza del alma alemana y complejas nociones de racialidad. “Tus cabellos de oro Margarete / tus cabellos de ceniza Sula- mita” reza el poema.
Para mudarse de Alemania a Barjac, una zona rural al sur de Francia, donde actualmente vive, Anselm Kiefer utilizó setenta camiones para transportar su estudio y su biblioteca. Los famosos libros de plomo pesan trescientos kilos cada uno. Kiefer tiene una biblioteca de treinta toneladas. No es trivial que setenta por ciento de su trabajo sean libros, pues la suprema imagen de Kiefer es el libro. No una imagen sino una monumental entidad trabajada en plomo. Gershom Scholem nos dice que, por la Cábala, Dios y el libro son uno mismo. Dios es incognoscible como el libro. Lo cual vuelve más enigmáticos los libros de Kiefer. La idea de un libro es el símbolo del saber, de la transmisión del conocimiento. Conserva la memoria aunque también la hace más rígida. Kiefer encontró en el esoterismo y misticismo judío pro-digalidad para su obra personal. Como Kafka y Borges, es adicto a los laberintos. Su trabajo es un palimpsesto. Sus nada ligeros libros son figuras y símbolos de nuestra honesta inhabilidad para dar sentido a Dios o a la sabiduría. No hay mayor protesta en la plástica de la ac-tualidad.
“Yo veo mis cuadros como ruinas o como sillares que pueden aparejarse”, dijo Kiefer en una entrevista. “Los fragmentos son un material con el que se puede construir algo pero no son algo acabado en sí mismo. Están más próximos a la nada que a la perfección. Para mi arte es importante que a través de la materialidad se perciba transparencia, fragilidad aunque utilice materiales tan pesados como el plomo, la tierra, la arena. Me fascina la paradoja”. Después de viajar alrededor del mundo, Anselm empieza a trabajar temas de mayor apertura como la religión y la historia de un modo más ecuménico. Para Bloom, es inadecuado llamarlo pintor debido a la transformación figurativa que realiza del lenguaje a los tropos visuales, a la urdimbre de la escenificación simbólica. Más bien, según el crítico estadounidense resulta un hermetista fáustico. Un desafiante de los principios de la influencia en las artes y, por esto mismo, está condenado a fracasar. Pero su fracaso es sublime, busca trascender los límites del arte visual.
El cuadro es un espacio donde el mundo se nos presenta, un espacio donde se nos devela en toda su fugacidad e imperfección. Heidegger nos dice que el creador cuando funda una obra detiene algo, pues el arte es una manera de detener el tiempo y es un momento sublime. En Arte y Espacio, nos formula que la plástica, sobre todo, juega con la corporeización del espacio y plantea un sitio que corporiza la verdad del ser en su sitio determinando la obra. La verdad como un no ocultamiento del ser. En este sentido, la obra de Kiefer es capaz de encender la grandeza y el esplendor de lo que en su fracaso nunca va a poder conseguir mostrarnos.