No es común de la santidad de la academia, que se permita hacer uso de licencias literarias. Menos aún se permite recurrir a metáforas propias de la ficción y del cuento. Sin embargo, atrás quedaron los años en que tales metáforas y tales licencias se confundían entre la solemnidad del pensamiento económico, adornando a la vez que nutriendo los argumentos del economista filósofo, porque alguna vez el economista fue docto en filosofía y descifró con emoción los arduos párrafos de la literatura.
El ejemplo más destacado debe ser sin duda el de Karl Heinrich Marx. Intercalada en la prosa científica de El Capital, sobresale esta reflexión sobre el carácter fetichista de la mercancía, que la revela como una existencia metafísica, que frente a las demás mercancías «de su testa brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar».1 En el mismo texto aparecen referencias a la Divina Comedia -resalta un diálogo entre San Pedro y Dante en el Paraíso sobre una moneda, que como un tigre o un astrolabio, han sido Zahir. De La Eneida de Virgilio2 tomó Marx la lamentación “Auri Sacra Fames”; así como de Shakespeare su oro, “cieno maldito, puta común del género humano”3. Copio por último estas líneas que inspiró Cervantes, de cuyo Quijote Pierre Menard escribió dos capítulos, y se refieren al materialismo histórico: “Ya Don Quijote, por otra parte, hubo de expiar el error de imaginar que la caballería andante era igualmente compatible con todas las formas económicas de la sociedad”.
No es omisión inevitable sino síntoma de la academia que se niega a tomar de otros círculos metáforas y citas literarias que no aporten concreción a la construcción sistemática y lógica del argumento, es decir, que no se consideren científicas. Pero recuérdese que la ciencia misma conserva algo de misticismo, por no decir que tiende a ser esotérica. Desde que David Hume anunció las contradicciones del positivismo y Bertrand Russell pusiera en descubierto los problemas de la inducción, la ciencia avanza sobre un vacío metafísico que sólo supera -¿acaso vale decir que ignora?-: el pragmatismo utilitarista. Que sea entonces el misticismo justificación suficiente para este breve ensayo.
Pero no es la epistemología su tema. Para hacer justicia al autor desde un principio, aclaro que la idea de escribir sobre Borges y la economía me vino de Nial Ferguson, quien en su obra sobre el triunfo del dinero hace referencia al cuento de Borges “El jardín de los senderos que se bifurcan”, comparando la obra del sabio chino Ts’ui Pen con el actuar torcido y contradictorio de los economistas argentinos, cuyos “caminos bifurcados volvieron a juntarse, definitiva y catastróficamente en 1989”.4
Ignoro si Ferguson conocía una relación más íntima entre Borges y la crisis argentina que se extiende hasta 2001, se remonta a la década de 1920 e invoca a la figura del caudillo criollo Hipólito Yrigoyen. Pero antes de entrar en el asunto, algunas aclaraciones hacen falta para entender la historia de las crisis financieras de la Argentina.
Entre lo sacro y lo esotérico que esconde la ciencia económica, el dinero brilla más que el oro del que algún día se acuñó, y conserva de éste el morbo divino que lo emparentara con el sol, con Dios y con los tigres. Que no sorprenda a nadie que la alquimia, que gastó a los químicos del arduo oriente en buscar las leyes que unen planetas y metales, halló su piedra filosofal en las finanzas, que con sutil arte encontró la forma de convertir el papel en oro; no sin provocar, inevitablemente, la milonga de las crisis que aquí nos concierne. Hablaré pues, del dinero.
El primer apunte técnico que sobre la relación del dinero y los precios se conoce, corresponde al siglo xvi, cuando los europeos, maravillados y aterrados por las pasmosas cantidades de oro que llegaban de la Nueva España, descubrieron el hecho fundamental que tras los metales precisos se escondía, a saber, que los precios varían en relación directa con la disponibilidad de circulante. Surgió así la Teoría cuantitativa del dinero. Pero no fue en España, ni a causa de la inflación secular que vivió la ancha Castilla, donde el hombre entendió las fuerzas que el dinero ocultaba, ya que éstas se liberaron en el siglo XVII en Amsterdam. Con la creación de la banca y el dinero fiduciario, acuñado de fe y promesas, empezó la alquimia financiera. En pocos años, John Law -convicto escocés, empedernido jugador y asesor financiero de Luis XVI- demostró que «el milagro de la creación de dinero por un banco podía estimular la industria y el comercio y dar a casi todo el mundo una agradable sensación de bienestar»5. Pero, ¿cuánto tiempo podía durar su magia?
Si el hombre fuera aquel animal de la gran memoria que celebró Nietzsche, la historia de las crisis habría terminado con el fracaso de la Banque Royale de John Law, pero tras la primera crisis financiera, éstas se han multiplicado a través de siglos y naciones, demostrando que, como señaló John Kenneth Galbraith, “el afán de dinero, o cualquier asociación duradera con él, es capaz de provocar un comportamiento no sólo chocante, sino francamente irracional”.6 Quizá sólo un memorioso Funes -quien para reconstruir un día entero en su memoria necesitaba de un día entero- sería capaz de salvar las violencias que causa el promiscuo olvido humano.
Abusando de la síntesis, se pueden reducir las actitudes frente al dinero en dos posturas opuestas. Por un lado, están quienes prefieren una moneda fuerte y estable -el oro, por ejemplo, o un patrón de cambio; del lado opuesto, están quienes prefieren una moneda flexible y que se ajuste a las necesidades corrientes de la economía. También es posible sostener que la actitud frente al dinero no es cuestión de dualidades estáticas, sino de ciclos históricos que hacen cambiar la actitud del hombre o el gobierno frente al dinero. En Estados Unidos, el debate fue especialmente arduo, al grado que “sólo la política sobre la esclavitud dividiría a los hombres más cruelmente que la política del dinero”.7
A la par del debate monetario, surge inevitablemente otra cuestión que da su aura sacra al dinero, la historia de los hombres detrás del dinero. Quizá ningún hombre se ha obsesionado tanto con el dinero como John Law, cuyos vicios causaron su quiebra y su caída de la aristocracia, condenado tres veces al exilio; la memoria de Law perdura, junto a la del atroz redentor Lazarus Morell, en la infamia del Mississippi. El dinero ha condenado a muchos otros, quizá nadie tan recordado como Judas Iscariote, quien entregó al Cristo por 30 monedas de plata, las cuales arrojó al suelo antes de entregarse al abrazo de la cuerda, como parte de un plan divino que pretendía fijar en la memoria de la eternidad la muerte de un hombre, o de dos hombres, como así reclama una secta cuya memoria se perdió en las líneas de la obra de Edward Gibbon, o acaso en los sueños de Borges. Las historias funestas alrededor del dinero abundan, los hombres funestos también.
Sin más rodeos vuelvo ahora a la cuestión Argentina, de Borges y de Yrigoyen. Desde que a principios de siglo las revoluciones embistieron a la oligarquía terrateniente de Argentina, se debilitó al grupo de aquellos interesados por la estabilidad de la moneda. Sobraron, en cambio, aquellos que vieron en el dinero un instrumento flexible de los intereses económicos, o para el caso, del golpe de estado.
Desde que Hipólito Yrigoyen triunfó como primer presidente electo por sufragio universal, Argentina se vio inmersa en un periodo de golpes y contragolpes de estado, que intermitentemente suplantó un régimen militar por otro, regresando al poder a los derrotados para luego volver a arrebatárselo. Fue en 1927, durante el segundo periodo de Yrigoyen, cuando Borges, que para entonces regresaba a Argentina de un periodo de siete años en Europa, arropó el criollismo que Yrigoyen representaba y del que la familia Borges históricamente formaba parte desde los días en que el Coronel Francisco Borges se entregara a la muerte en 1874 en La Verde. A tal grado defendió Borges el criollismo que en octubre de 1927 funda el Comité de Jóvenes Intelectuales Yrigoyenistas. Así tradujo sus convicciones:
Yrigoyen es la continuidad argentina (...) Es el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable de todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y honrándose con él se hace porvenir.8
La historia de la sucesión presidencial en Argentina es basta y no es este lugar para abarcarla, me limito a mencionar algunos eventos relevantes. La crisis de 1929 terminó con el sueño Yrigoyenista, Argentina se sumió en la depresión económica. En 1930 tiene lugar el primer golpe de estado del siglo xx en Argentina. Buenos Aires “sacrificaba el mito a la lucidez”9, José Uriburu toma la presidencia. Comienzan las dictaduras militares.
Hacia 1946, Jorge Luis Borges cumplía con un modesto empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané del barrio de Almagro. El 15 de julio fue informado de su ascenso al puesto de “inspector de mercados de aves de corral”. La curiosa anécdota está lejos de ser fortuita, su razón se remonta al coup d’etat de 1943 y a un joven coronel, antes Ministro del trabajo y en 1946 Presidente de Argentina, Juan Domingo Perón. Desde que la revolución del 43 sacudió al país, Borges, como muchos otros intelectuales, no ocultó su desprecio por el nacionalismo encarnado por Perón. Abiertamente atacó al nazismo y forjó la esperanza de que el Peronismo cayera al caer en Europa el nazismo. Se equivocaba. Ya antes de 1946 la censura nacionalista había arrancado a Borges el Premio Nacional de Literatura. En reacción, la Sociedad Argentina de Escritores creó el Premio de Honor que fue, obviamente, entregado a Borges en una gala en julio de 1945. El agravio posterior a Borges con el puesto de inspector de aves es la consecuencia última de esta serie de eventos desaforados.
El primer periodo totalitario de Perón terminó en 1955 con la Revolución Libertadora, de nuevo un golpe de estado. Al iniciar su gobierno en 1946 Perón habría declarado que en el Banco Central de Buenos Aires había tanto oro que no se podía andar por los pasillos10. Ahora el recuerdo de esos mismos pasillos se desvanecía en la memoria de los derrotados. El mismo año, la junta militar reconocía a Borges con el honor de dirigir la Biblioteca Nacional. Para entonces sus ojos habían perdido la luz; a Borges sólo le quedaron los insensatos párrafos de las bibliotecas de los sueños, así como a la Argentina el recuerdo de su riqueza se esfumaba en revoluciones, acaso otra forma de soñar. De este sueño y este olvido, nos queda la magnífica ironía de Dios, que al mismo tiempo nos da los libros y la noche, ligando ocultamente el destino no de dos sino de tres hombres: Mármol, Groussac y Borges.
Otros tres golpes de estado vivió Argentina antes de acabar el siglo, seis en total. Una vez más llegó al poder Juan Domingo Perón, aunque la muerte truncó esta vez sus ambiciones dando paso al tiempo de Eva Duarte. Una guerra insensata, conducida por una dama de hierro, atropelló la autonomía de la República, la milicia no dudó en imprimir más australes. El oro acaudalado sufrió el destino que sufre un mapa que sin impiedad fuera abandonado en el desierto, o como una corona de plata perdiéndose en un río que acaso está en Boston Massachusetts o acaso en Ginebra. Argentina se encarrilaba a una crisis. Tres cuartos de siglo bastaron para agotar la riqueza de una gran nación de plata. Los gastos de guerra, de todas sus guerras, se tornaron en deuda. La misma deuda que oprimió a América Latina durante esta década perdida, oprimió a Argentina, quizá aquí como en ninguna parte.
En junio de 1986, tres años antes de empezar el colapso económico, muere en Ginebra Jorge Luis Borges. Poco antes de su muerte, Maurice Abramowicz le dijo, cercano y discreto como un fantasma, que a la muerte había que entrar como quien entra en una fiesta —esto consta en las páginas de Los Conjurados. Borges dejó en su epitafio un consuelo para su turbulenta Argentina: “sostener bien sus escudos con sus puños firmes y que no temieran”.11
A lo largo de su vida, los sueños de Borges se vieron plagados de dos fantasmas: el laberinto y los espejos. Evocar la historia económica de Argentina es evocar ambos. El laberinto que por décadas alrededor de sí mismos se forjaron, y que resultó más peligroso que aquel que en su centro aguarda un minotauro, o aquel otro arduo laberinto sin paredes ni escaleras, en el que falleció un rey de Babilonia. Doce años trataron de encontrar la salida de su laberinto, erráticos caminaban del keynesianismo al monetarismo, de la devaluación a la imprenta, del austral al peso convertible, hasta chocar con el infranqueable muro del insensato “corralito”.
Al espejo -abominable como la cópula por multiplicar el número de hombres- Niall Fergu- son lo ha comparado con los mercados financieros “que revelan cada hora de cada día la forma en que nos valoramos a nosotros mismos y en que valoramos los recursos del mundo que nos rodea”. El horror de la crisis no es muy diferente del horror de los espejos, en ellos todo acontece y nada se recuerda. El mundo de las finanzas es la vanidad de nuestro tiempo, la vanidad vive de los espejos; las crisis de eso que no hay, el olvido.