Siempre me han gustado los perros con tal de que su nombre [dog] no se deletree al revés. G. K. Chesterton
El idealista y el perro, Guillermo Fadanelli Almadía, 2013
Pocas cosas, al dar un paseo, son más melancólicas que contemplar con lentitud a un perro viejo que busca la sombra. Fue Franz Kafka quien en “Investigaciones de un perro” olfateó esta tristeza; en este relato un viejo canino, triste y retraído husmea y medita sombríamente acerca de la vida. También Virginia Woolf indagó las abatidas reflexiones, cercanas a la muerte, de un viejo perro inglés llamado Flush, en su cuento “Al final”. Si pienso en estos dos relatos pesarosos no es por un hecho gratuito, sino porque he salido a dar un paseo sin rumbo, con un perro, y tuve una conversación punzante con Guillermo Fadanelli; en otras palabras, he leído hace unos días su reciente libro de ensayos El idealista y el perro.
Reconocido por sus encajes narrativos, Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1963) transita nuevamente por el género del paseo, de la vagancia, donde el escritor ofrece al lector una compañía lateral, una compañía de lector, o un amable paseo con el perro. Si repasamos su primer extravió en el ensayo, fue afortunado. En busca de un lugar habitable (Almadía, 2006) concentra una pluma hostil y educadora mientras rastrea y discurre en el desmoronado proyecto del humanismo. Es un derrotero que finalmente tiene establecido. Un andar insolente, reflexivo e irónico. Su ensayo más ambicioso Insolencia, literatura y mundo (Almadía, 2012) es un vagar distinto. Nos ofrece una andanza concurrida por ideas éticas y políticas, por preguntas avasallantes e indóciles de un lector de filósofos y críticos culturales. Es una andanza con un inconforme, con un demandante de ideas que respondan cómo los inconscientes habitamos el mundo, o cómo se vincula la literatura con los misterios del mundo. En el libro El idealista y el perro, Fadanelli se convierte en un verdadero errabundo. Escribe un ensayo como una caminata silenciosa con el perro. No esboza trayectos, sencillamente atisba en la amarga piscina de su memoria, deteniéndose, no para distinguir el camino sino para cambiar el rumbo, para dar lugar al ánimo imperturbable de pasear, de ensayar, de vagar sin fin.
El idelista y el perro está confeccionado con algunos textos publicados en el Universal. No es, en efecto, un ensayo de profundidad. No le interesa escarbar una fosa para capturar el mundo. Se inscribe en la búsqueda de transgredir la cotidianidad de las ambiciones absurdas. Como Jorge Ibargüengoitia en Autopsias rápidas, o Enrique Serna en Las caricaturas me hacen llorar, Guillermo Fadanelli afila magistralmente su corrosivo estilo y su acerba voz narrativa para la deriva natural del ensayo. Pareciera que sigue el imperativo burlón que Luciano de Samosata pone en boca de Diógenes en “Si busca la vida buena, ¡compre uno de nuestros estilos filosóficos!”: “hay que ser descarado y osado e insultar a todos por igual”. Lo cierto es que algo saludable trae el paseo socarrón del ensayista mexicano, algo saludable en momentos en que nadie ambiciona pensar. Quizá sea una ética para las complejas colectividades. Una renuncia a las estupideces y una forma de placer sofisticada para construir un lugar más humano, un lugar donde los perros puedan echarse donde les apetezca.