Hace apenas un par de años conocí la prosa de Guadalupe Dueñas (1920- 2002). Cuando comencé a buscar información acerca de los trabajos de la autora, me percaté de que durante mucho tiempo no se habló sobre su producción literaria. No obstante, esta ausencia de discusión ha tratado de ser reparada en los últimos años por algunas escritoras y críticos literarios, como Beatriz Espejo, Patricia Rosas Lopátegui y Leonardo Martínez Carrizales; muestra de ello es la edición de sus obras completas publicadas el año pasado por el Fondo de Cultura Económica. El trabajo de revalorización de la narrativa de la escritora jalisciense es más que necesario, y este ensayo no es sino otro esfuerzo que busca sumarse a dicha tarea.
Guadalupe Dueñas publicó sus primeros relatos en 1954 en Ábside, revista de cultura mexicana, dirigida por los hermanos Méndez Plancarte. Los mismos cuentos aparecieron después en Tiene la noche un árbol (1958), bajo el sello del Fondo de Cultura Económica y en la colección Letras Mexicanas.
Tiene la noche un árbol está conformado por veinticinco relatos. En ellos los narradores de los cuentos a veces son testigos y otras protagonistas; casi siempre poseen una voz femenina, unas veces infantil y otras más madura. En la mayoría de los cuentos salta a la vista la necesidad de contar el mundo provinciano, ¿acaso el mismo en el que creció Guadalupe Dueñas? Martínez Carrizales señala respecto a esta característica en la narrativa de la escritora: “Dueñas moderó toda aspiración del escritor de nuestros días a la originalidad, con base en una experiencia más equilibrada y armónica de la propia vida. Todo acontecimiento literario, para ella, se encontraba radicado en una provincia de la propia experiencia y no en un elaborado sistema de coordenadas culturales”.
Ciertamente los textos de Guadalupe Dueñas se despliegan a partir de su propia experiencia; lo que no significa que la vida de la autora explique su narrativa, sino que gracias a la reelaboración estética de un mundo conocido podemos observar un mensaje personal, un mundo más privado, contado con virtudes narrativas propias. Porque los textos de Guadalupe Dueñas se construyen con herramientas distintas a las que se habían utilizado en la narrativa mexicana anterior a la década de los cincuenta. En los relatos de Guadalupe Dueñas vemos emerger una voz femenina que no había tenido una presencia consolidada en la narrativa previa. En Tiene la noche un árbol los narradores, ora testigos, ora protagonistas, utilizan un lenguaje poético que los ayuda a erigir sus relatos.
En “La tía Carlota”, por ejemplo, leemos la historia de una niña que fue abandonada por sus padres en la casa de sus tíos para que la criaran. La voz de la niña-narradora nos dice cómo es la tía Carlota, cuál es su manera de ver el mundo y cuál su relación con ella. El tiempo de la diégesis no es extenso; sin embargo, cuando leemos el texto parece que transcurre más tiempo porque la mirada de la voz narrativa se detiene en los detalles de las cosas que describe y, entonces, parece que el tiempo se extiende mientras sucede la construcción de las imágenes. En el mismo cuento descubrimos el carácter melancólico de la narradora-protagonista debido al uso de una metonimia: “Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega […] en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva”. La narradora pudo haber escrito: “me pongo más triste” o “me entristezco nuevamente”. No obstante, decidió eludir las frases directas y utilizar una trasnominación para generar un discurso poético.
En líneas posteriores la narradora elabora un retrato de la tía Carlota a través de metonimias, metáforas y comparaciones: “Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras […]. Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura […] Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua”. Con esta descripción los lectores nos creamos una imagen de la tía Carlota y sabemos que es de un carácter duro.
Las descripciones de la narradora son metafóricas y también usa prosopopeyas: “Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta […] Me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul […]”; “Cuando la cortina de lona que libra de calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja”.
Cabe señalar que la construcción de la prosa poética no se agota en la creación de las imágenes, también hay momentos en los que la prosa adquiere sonoridad: “Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta”. En estos dos enunciados el uso de las líquidas y las sibilantes le da más poder a la imagen, pues al pronunciar las oraciones podemos recrear el arrullo al que se refiere la narradora.
En el cuento “Al roce de la sombra” tenemos nuevamente un relato de protagonistas femeninas, aunque ahora el narrador no es el personaje, sino el testigo. El lenguaje usado en este cuento se mantiene poético, como en el de “La tía Carlota”. El narrador construye retratos de los personajes a través de figuras retóricas para que los lectores nos formemos una imagen de éstos, cómo son física y moralmente. Así, sobre las hermanas Moncada leemos: “El eco de sus pasos asciende en el silencio de la nave y el idéntico murmullo de sus faldas, que se saben de memoria todos los fieles, cruza oloroso a retama”; “Las dos viejas ardían en sus pupilas felices y aterradas. Remiró sus escotes sin edad, sus omoplatos salientes de cabalgaduras, su espantable espanto”. Un poco más adelante: “Empezaron a discutir en francés; alargaban los hocicos como para silbar, remolían los sonidos en un siseo de abejas y las bocas empequeñecidas seguían la forma del llanto”.
Los retratos que construye la voz narrativa son impresionantes. A través de las descripciones poéticas podemos representarnos el carácter despreciable de las hermanas Moncada: “Con el resto de sus fuerzas interrogó a las viejas y las vio pintadas y simiescas, sus cabellos de yodo, las mejillas agrietadas y los ojos con fulgores dementes”. De esta manera, y como en el caso de la tía Carlota, los lectores reaccionamos con cierto desdén hacia los personajes descritos. Es importante señalar que al principio del relato se describe la vida cotidiana de las dos mujeres:
No era el polvo sobre el mantel calado, ni los panes diminutos envueltos en la servilleta, ni la compota de manzana, ni siquiera el ramo de mastuerzos, lo que instigaba su llanto: era la ternura de las viejas irreales, su descubierto oficio de amor.
Perdían horas con sus macetas, cuidaban cada flor como si fuera la carita de un niño. Cubrían los altos muros de enredaderas con el mismo entusiasmo con que labraban sus manteles.
El pozo lo cubrieron con gruesa tarima y sobre la superficie pulida colocaron un San José de piedra y jarrones con begonias. En compañía del santo se sentaban a coser por las tardes.
Aunque después la cotidianidad y la monotonía son quebrantadas por la escena grotesca en la que Raquel descubre a las Moncada en una fiesta ficticia: “En un entredós, soberbias y tenues, Monina y la Nena se transfiguraban de sobrias y adustas en mundanas y estridentes. El regodeo y la afectación con que hablaban venía en asco a los inseparables ojos de la profesora. Cuando se levantó la Nena para ofrecer de lo que comían a huéspedes invisibles: ‘Por favor, Excelencia’, ‘Le suplico, Condesa’, ‘Barón, yo le encarezco’, triunfó la seducción de las alhajas”. Resulta interesante esta escena de la fiesta, ya que en ella miramos a dos mujeres viejas en una situación decadente. El ambiente y la representación de los personajes nos recuerda a las jamonas de la narrativa mexicana decimonónica, como la de José Tomás de Cuéllar. La diferencia entre ésta y aquélla es que cuando el narrador de Guadalupe Dueñas habla de las mujeres en la fiesta grotesca, no busca mostrar una sociedad en decadencia ni aleccionar a su lector, sino que sólo usa la escena para que las viejas, al sentirse descubiertas por Raquel, tengan un motivo para arrojarla al pozo. Este uso distinto de personajes —que ya habían aparecido en la tradición de la narrativa mexicana— se encuentra estrechamente relacionado con la renovación del discurso literario.
En los dos cuentos de Guadalupe Dueñas observamos la construcción de subjetividades femeninas de la provincia mexicana dentro de una narrativa poética. Esto nos habla de que la autora creó artefactos literarios en los que se leía el mundo de una manera distinta a la que lo habían hecho los narradores de décadas previas, por ejemplo, los de la novela de la Revolución.
Referencias Bibliográficas
– Dueñas, Guadalupe, Tiene la noche un árbol, México, Fondo de Cultura Económica, México, 1985 (Lecturas Mexicanas, 82).
– Marchese, Angello y Faradellas, Joaquín: Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, 7ª edición, Barcelona, Ariel, 2000 (Letras e ideas).
– Martínez Carrizales, Leonardo, “Guadalupe Dueñas 1920-2002”, en: Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, abril 2002, pp. 59-60.