Zumbidos
31 de agosto del 2017

Hace poco tuve la idea de que deberíamos abstenernos de presentar los libros de nuestros amigos. Maravillosa en otros aspectos, la amistad puede llevarnos a alabar en exceso una obra, y la zalamería es una forma de insulto. En mi defensa debo decir que antes de considerar a Perla mi amiga, su escritura se me presentó como una revelación de la estética del espanto. Recuerdo –o me he inventado el recuerdo– un día en que en un taller literario escuchaba un poco distraído un cuento que me impresionó por dos razones: la crudeza de las imágenes que mezclaban la ritualidad con muerte –si alguien lleva alguna vez un cuento de Perla Muñoz al lienzo, no hay duda, se vería como un cuadro de Daniel Lezama–, y la contradicción entre los esperpentos que producía esta narrativa –dignos de Valle-Inclán– y los labios que los proferían.

“¿Por qué leemos?” le pregunté. “Porque no soportamos lo que somos” me dijo. La literatura es un amasijo de mentiras que hombres y mujeres de gran inspiración han construido para sobrevivir en un mundo que nos devora el alma. Huir de un abismo no es cobardía ni mediocridad. Flotar en las dulces aguas de la ignorancia sí lo es, y nada ignoramos en nuestros días, más preocupados por darle un precio, que el valor del arte. Apolo devora a Dionisio a cambio de unos cuantos pesos.

Hace un año, en el Coloquio de Producción Artística Contemporánea de Oaxaca, el filósofo italiano Giussepe di Giacomo dictó una catedra en la que sopesaba el papel de la disrupción en el arte. Sin negar que el arte tiene una misión para la sociedad, a Giacomo parecía preocuparle que la disrupción hubiera usurpado el puesto de la estética, convirtiendo el acto creativo en subversión pura, pero estéril. El resultado es la posmoderna muerte de los cánones y el olvido de la belleza. Sé menos de estética de lo que quisiera, pero sé que belleza y subversión no son excluyentes; al contrario, ante la fea mediocridad del mundo del consumo, el acto estético se vuelve disruptivo en sí mismo. Existe, por otro lado, una estética de la fealdad, un “sublime terrible” contra la inquisición de la razón. Sobre los excesos del racionalismo se abre un espacio en el que deformaciones, engendros y sangre se mezclan para hacer belleza de la podredumbre, para sacar al mundo del hastío en que nos sume el consumismo. Es en lo oscuro, en las sombras del desquicio, donde brilla con mayor claridad la luz de lo bello. Un escupitajo, una mueca, una sonrisa amarilla, el aliento de una vieja… las imágenes que pueblan los Desquicios de Perla Muñoz perturban a aquellos sumidos en la comodidad de “lo bonito”. La literatura no es un bálsamo para la mediocridad. Muchas veces es sal sobre la herida abierta de nuestras angustias. El acto creador, aun cuando nazca de la oscuridad, no puede ser mediocre en un mundo lleno de sutilezas que nos dejan impávidos ante la destrucción del arte en aras de la ganancia. En un mundo de best sellers dispuestos al gusto de un público ávido de tópicos y heroicas patrañas, la obra de Perla tiene todo el derecho de llamarse bella y disruptiva.

Ni Dante ni Milton conocieron el infierno y nos dejaron hermosas postales de sus horribles patios y jardines de tormento. El infierno de Perla es horrible porque está en la tierra. Es sublime porque nos acerca con placer al horror. El texto nunca será tan extenso como la vida, ni la vida tan profunda como las palabras adecuadas. Ante esta doble negación toda manifestación del lenguaje, incluida la ciencia, se vuelve una mentira, una falsación. Mentimos para sobrevivir a liviandad de un mundo despojado de éxtasis. Creamos para denunciar la perversión de la vida mundana. Perder el quicio es quizá el único acto sensato en un mundo en el que los cuerdos son bolsas excretadas de pellejos, saliva y violencia envueltos en ropa de marca. En estos días de sin sentido, la locura es una renuncia a la mediocridad y la belleza, oscuridad.

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