Zumbidos
08 de junio del 2018

El lector decadente, Sel. y Prefs. de Jaime Rosal y Jacobo Siruela, Atalanta, 2017, p. 592

Polvo eres, y al polvo volverás. Génesis, Cap. 3, Vers. 19



Toda elaboración antológica despierta interés por la novedad de su presentación, y no sólo por lo que ofrece, sino también por lo que deja fuera por espacio o limitación conceptual. Ya lo dijo Baltasar Gracián en el Oráculo manual: “La admiración de la novedad es estimación de los aciertos”. He aquí una antología que parece gritarnos al oído que vivimos un tiempo decadente.

En las épocas de decadencia la palabra se desplaza por dos caminos, el de los sofistas o el de los moralistas, se cortesaniza o se vuelve misantrópica. En épocas convulsas prima el discurso profético y apocalíptico, anunciando el horror y el miedo, mientras el espíritu derruido se cae a pedazos esperando un porvenir luminoso. También surge con efecto condenatorio y exterminador.

Aunque Jacobo Siruela nos diagnostique como lectores decadentes por vivir en una época de desasosiego, no podemos dejar de hacer énfasis en que ser decadente es vivir bajo el dominio de la decadencia. En su ensayo “Elogio de la decadencia” escribe Jacobo Siruela: “En efecto, vivimos en una época decadente. De modo que todos somos, de maneras distintas o en mayor o menor grado, lectores decadentes, por la sencilla razón de pertenecer y respirar en una época confusa y profundamente decadente. Nadie se salva de la inclusión. Ni siquiera tú, lector ocasional. Porque todos, cada uno a su manera, pertenecemos de un modo u otro a este mundo que declina”. Sin embargo, no podemos, englobarnos bajo el manto de la decrepitud moral y espiritual de una época sólo porque en ella pareciera sellarse el destino del hombre. “Vivimos en el peor de los mundos posibles”, dice Schopenhauer. Pero sabemos que podemos ir de mal en peor. No podemos, por dignidad, decir que somos críticos de la decadencia cuando abrevamos de sus pantanosos manantiales; podemos expresarnos desde la decadencia o solamente expresar la decadencia; y una cosa es observarla y otra vivirla. Decir que todos somos decadentes es como decir que en momentos de esplendor moral todos los hombres son buenos y devotos del altruismo. Pero toda opinión es contingente.

Los antologadores Jacobo Siruela y Jaime Rosal reunieron bajo el título Lector decadente a veinte escritores decadentistas, franceses e ingleses, los más representativos del movimiento enemigo del naturalismo y la cultura burguesa: Baudelaire, Gautier, Ducasse, Barbey d’Aurevilly, Richepin, Villiers de L’Isle-Adam, Huysmans, Moréas, Schwob, Louÿs, Bloy, Mallarmé, Mirbeau, Lorrain, Lansdown, Stenbock, Beerbohm, Wilde, Beardsley y Crowley.

Si bien es cierto que los decadententistas fueron antinaturalistas y antirománticos, no por ello se dejó de filtrar en sus escritos parte del espíritu que animó sus críticas. En La muerte, la carne y el diablo en la literatura romántica, el crítico Mario Praz sostiene que los decadentistas no son más que una ramificación del romanticismo. Sin embargo, aunque éstos hayan renegado de sus padres, revivieron sus pensamientos más oscuros y las pasiones más desbordadas con elegancia y sutileza. Algunos también se autodestruyeron, pero a diferencia de los románticos, los decadentistas vivieron su decadencia bajo el aplauso y la somnolencia del dandismo. Vivian embriagados de sí mismos, como quería Baudelaire en su poema en prosa “Embriagaos”. El consumo de absenta les hacía alucinar e inspeccionar en el escondrijo de su alma, y los resultados se hicieron literatura. Quizá su adicción no era más que un pretexto para sacar a lucir sus sentimientos frente a un devenir incierto del hombre, frente a “las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública”.

Los románticos eran solitarios e introvertidos; los decadentistas eran buenos conversadores, amistosos y extrovertidos, como bien lo ejemplifica Oscar Wilde, que decía que el talento que tenía para escribir no se comparaba con el que tenía para conversar. En los primeros hubo unas neuróticas aves solitarias que murieron apenas levantado el vuelo, víctimas de la depresión, la melancolía, la locura y el suicidio; en los segundos hubo dandistas edulcorados, y algunos murieron víctimas de sus desenfrenos y agotados por su vitalidad embriagante. Los primeros eran solitarios del campo, los segundos hombres paseantes citadinos.

Los románticos se ocultaron del espíritu racionalista de la Ilustración en la naturaleza, y desde sus trincheras, en el campo o en los paisajes alejados de la urbanidad, se manifestaron en contra de la mano enajenadora de la técnica y la máquina, pero eso sí, nunca dejaron de sentir atracción por las ciencias naturales, como lo prueban las investigaciones de Lichtenberg, Goethe, Novalis, etcétera. En cambio, los decadentistas hicieron de la ciudad moderna la arena pública de sus confrontaciones, y, como estrategas de la inteligencia, se rozaron con los gustos burgueses de su tiempo tapándose las narices a su paso; y siempre fueron espectadores de oído crítico y vista juiciosa con el progreso naturalista y el retorno a la naturaleza de los románticos. Los burgueses recibieron las críticas más duras de escritores como Baudelaire, Bloy y Huysmans, quienes satirizaban con garbo sus gustos y defectos. Por eso Paul Valéry, en una carta de 1890, le escribe a Pierre Louÿs: “decadente para mí quiere decir artista ultrarrefinado, protegido con una lengua sana contra el asalto de la vulgaridad, aún virgen de los besos del profesor de literatura, gloriosa en el desprecio del periodista, pero elaborada para uno mismo y algunas decenas de amigos”. ¿Acaso no se manifiesta aquí el espíritu que animaba el arte por el arte de los parnasianos? ¿Cómo diferenciar los pasos de una época a otra, de una tradición a otra si todos conservamos una genética cultural que nos es heredada?

Los decadentistas estaban hastiados de los convencionalismos arcaicos que seguían sangrando la “humilde” conciencia moderna. Por eso planteaban que el hombre moderno, aburrido de sí mismo, sentía cómo todo a su paso se destruía sin que pudiera hacer nada. Y el arte, como factor de cambio, parece anunciar la única salida, por lo menos para los artistas. Escépticos y creídos de sí mismos, se enfrentaron a la mediocridad política-burguesa, heredera de la Revolución industrial. Por su espíritu pretendían una literatura aristocrática, refinada, perversa y hasta demoniaca. Los inspiraba un sentimiento luciferino de libertad y rebeldía. Los casos de degradación física de Baudelaire, Crowley, Stenbock y Wilde al final de su vida muestran que a toda grandeza que vuela muy alto en sus pasiones el aterrizaje se le transforma en un viacrucis. De ahí que en su manifiesto de la revista Le Décadent littéraire et artistique de 1886, los decadentistas publiquen: “Dedicamos esta publicación a las innovaciones venenosas, a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta y seis atmósferas en el límite más comprometido de su compatibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública. Seremos las divas de una literatura prototípica, precursores del transformismo latente que carcome los estratos superpuestos del clasicismo, del romanticismo, del naturalismo; en una palabra, seremos los profetas clamando por siempre el credo elixirizado, el verbo quintaesenciado del decadentismo triunfante”.

Las transiciones de una época a otra, su manera de sentir y hacerle frente al tiempo y a la vida cultural, se derraman en su arte y literatura. La modernidad se ha expresado desde diversos frentes y, como las serpientes, también ha sido autofágica. Una forma de sentirse moderno es vivir con las contradicciones de serlo, de sentir y cambiar el estado sentimental del momento con base en una posición que defiende la libertad del sujeto ante el mundo. Los románticos lucharon en contra del progreso enajenante de la ciencia, pero los naturalistas abogaban por el progreso esclarecedor de la condición humana vía la ciencia; los decadentistas dudaban de unos y de otros. Con la distancia del tiempo podemos comprender que no sólo las dos opiniones son la cara de una misma moneda de la modernidad, sino que herederos de todos los fenómenos de ésta, hoy contemplamos un devenir en el que ciencia, filosofía y religión pueden hermanarse por medio del arte. El hombre moderno vive bajo el peso de su propio aburrimiento, del hastío de su vitalismo degradado.

Por el contexto y por las “afinidades electivas”, diría Goethe, entre los temas, las ideas y la sensibilidad, los decadentistas se adjudicaron su nombre del epíteto que sus enemigos, los críticos académicos, les pusieron. Ellos no hicieron más que responder con humor corrosivo a sus detractores diciendo que la decadencia que criticaban vía sus escritos era ya intolerable de seguir callando. La sensatez los obligaba a manifestarse en contra de un sistema político, cultural, moral y religioso en estado de decadencia. Abogaban por una “transformación ineludible”. Hablaban de un hastío de fin de siglo que viene a manifestar la podredumbre con la que se despide el milenio, y de la que ellos, por ser sus víctimas, renegaban como si de una peste se tratara. Llevaron una vida de excesos y arrepentimiento, mediando la santidad con la perversión, el pecado con la reconciliación divina, el mal con el bien, el diablo con Dios. Los decadentistas conectaron con lo misterioso, con lo oculto, de manera poco ortodoxa, y se enlistaron en las filas del satanismo. Es decir, profundizaron en la revelación del Diablo durante la ausencia de Dios. Bloy, maestro de la injuria y la metáfora, se anexó al catolicismo después de la revelación de la Virgen La Salette-Fallavaux; Crowley se redimió de sus excesos ante sus invocaciones mediumnicas. Huysmans, cabeza del decadentismo, escribió en su novela Lá-Bas: “Qué época más extraña… Justamente en el momento en el que el positivismo respira a todo pulmón, se despierta el misticismo y comienzan las locuras de lo oculto. Pero siempre ha sido así: los fines de siglo se parecen. Todos vacilan y están perturbados. Cuando reina el materialismo, se levanta la magia”. Su amigo decadentista Barbey d’ Aurevilly escribió que después de esa novela a su autor sólo le quedaban dos opciones: entre recurrir a la pistola o abrazar la cruz. En 1899 Huysmans se aparta del mundo en la abadía benedictina de Saint-Martin de Ligugé, y ahí recibe el oblato de los congregados.

La burguesía y su gusto vulgar enfermaba a los decadentistas. Por eso sostenían que “a necesidades nuevas corresponden ideas nuevas, infinitamente sutiles y matizadas, y la necesidad de crear palabras inéditas para expresar tal complejidad de efectos y sensaciones fisiológicas”. Y aunque fueron agudos observadores de la decadencia, imbuidos de la misma hasta el hartazgo, sólo osaron manifestarse desde la fortaleza de la literatura, que no es poca cosa. En un sentido estricto dieron la espalda al engorroso conflicto político. Mejor política hacían ellos para el espíritu que aquellos defensores de la libertad y la justicia entre los hombres: “Nos abstendremos de la política como de una cosa idealmente infecta y abyectamente despreciable. El arte no tiene partido; de hecho, es el único punto de integración de todas las opiniones”. Y sin poder detenerla, no sólo su obra sino también su vida se contagió de una bohemia decadencia.

Cuando hablamos de decadencia inmediatamente pensamos en la imagen de un esplendor en caída. Y no hay nada más trágico que ver los restos de belleza de una mujer arruinada por la velocidad de su éxito, a un héroe caído en desgracia por sus errores y soberbia, o a un sabio enamorado del espejo por su reconocimiento. La historia es el relato del hombre, y todo lo que en ella sucede despierta e instruye a los hombres del presente; por eso, no hay pasiones que por sus excesos no decaigan en vicios. No hay en el hombre vitalidad que dure para siempre, belleza que resista el tiempo, ni fuerza que no disminuya su trayectoria con la debilidad del cuerpo. Ir de mal en peor es el sino de épocas aciagas de decrepitud y decadencia, y las biografías de los decadentistas se cobijan en la locura, el alcoholismo, la drogadicción y el erotismo sadomasoquista. Dice Jacobo Siruela: “En efecto, los decadentes no escatimaron nada a la hora de emprender sus exploraciones artísticas por las oscuras zonas de la psique humana y buscaron incesantemente sensaciones nuevas y epatantes”. ¿Entonces es justo decir con Nicolás Gómez Dávila que “toda alma es una herida, pero el alma moderna apesta”?

Su crítica a la realidad burguesa, al desencanto político, a la inconformidad con la época y, sobre todo, al transformismo de la sensibilidad artística –su espíritu tumefacto de ciencia estrafalaria–, es un fidedigno retrato de la vida cultural de fines del siglo XIX y principios del XX. Los decadentistas se apartaron de las ensoñaciones científicas de los naturalistas y de las ilusiones de los románticos con respecto a la naturaleza. Por medio del arte los naturalistas pretendían aplicar el método de las ciencias naturales al estudio del hombre y la sociedad, y los románticos habían cometido el error de divinizar a la naturaleza en sustitución de la santa razón. Decían que la literatura creada con fines científicos ya había dado sus frutos, y que se avecinaba un nuevo sentimiento cultural. Así como cierta filosofía de nuestro tiempo ha querido igualar su método al de la ciencia para ser considerada seria, del mismo modo los naturalistas vendieron al diablo su alma de artistas para ser considerados serios, homologando a los científicos de su tiempo. Después vinieron las vanguardias, y de la modernidad surgió la posmodernidad y su posverdad, y como en aquel tiempo, el espíritu hoy flota a la deriva –como pecio después de un naufragio–, y busca donde asirse de la inmundicia decadente que lo arrastra. La ruptura entre el naturalista Zola y Huysmans, su discípulo convertido al decadentismo, se dio con la publicación de A contrapelo. Dice Huysmans: “Me echó en cara este libro diciéndome que con él asestaba un golpe terrible al naturalismo (…) Me incitó a que volviera al camino ya trazado y que me dedicara al estudio de las costumbres”. Y es que los decadentistas “se nos revelan como los primeros escritores auténticamente modernos, es decir, como los legítimos precursores de las vanguardias artísticas del siglo XX”, dice Jacobo Siruela.

Centrarse en el cuidado del estilo personal para diferenciarse de los predecesores y contemporáneos ha sido, siguiendo a Harold Bloom, el manantial del eterno elíxir de los creadores. La angustia de la influencia es una sombra que nos acompaña y, precisamente por eso, los decadentistas se centraron en el lenguaje y sus formas literarias. Sentimentalmente eran violentos, y su virulencia la expresaban con cordialidad, pero sin quitarle la mala leche al mensaje. Se pude ser majadero con elegancia. Necesariamente eran críticos de los sueños del progreso y las revoluciones. Ellos creían en una revolución del espíritu, una que fuese no sólo literaria, sino referencia de un nuevo paradigma de vivir y sentir la vida: la vida como literatura, y la literatura como vida. En el fondo todo revolucionario es violento, y ama la sangre de sus enemigos. La voluntad rupturista que los animaba era la del incendiario, del pirómano ensimismado por la ¿belleza? de la destrucción, sobre todo, de los viejos sistemas de creencias y valores caducos para la sensibilidad moderna.

Cada época tiene sus héroes, y hay algunas que los transforman en payasos, y los decadentistas abogaron, al igual que los naturalistas, por una vida rodeada por el artificio, sustituyeron lo natural por lo artificial. El arte suple las deficiencias de la realidad, y el artificio se transforma en objeto de culto por su fetichismo. “El decadentista era un escritor de vuelta de todo, caracterizado por una enfermiza sofisticación en lo artístico, el equivalente al dandi en lo social”, escribe Jaime Rosal en el prefacio de la antología.

Más que una escuela o una consigna, el decadentismo era una forma de sentir que la vida requería un nuevo espíritu. Pero este espíritu no iba a surgir de la nada, había que construirlo. Desconfiaban del progreso que prometía un futuro utópico, pero se satisfacían con los logros científicos. En su contexto fueron incendiarios, pero hoy sus observaciones los harían pasar como blancas palomitas. El conocimiento del alma humana a través de los excesos verbales y físicos de las pasiones los hacen hoy el preámbulo de una época salida de dirección. El pesimismo que se respira de su tiempo y del nuestro es el de una voluntad en agonía, decepcionada de su futuro. El decadentismo “se enfrenta al conformismo moral y a los prejuicios sociales mientras juzga la hipocresía de los valores de la libertad y el progreso de sus días, que considera un simple medio para la explotación de las clases humildes”, dice Jaime Rosal. ¿Eran acaso observadores moralistas de dudable moral? Ahora sus modelos se han degradado. “Como todas esas cosas, escribe Jacobo Siruela, se han convertido en moneda corriente de nuestros días, los modelos se han banalizado y multiplicado en productos de consumo para jóvenes”.

Buscar la decadencia como forma de conocimiento es el cultivo de una pedagogía que esclaviza el espíritu al cuerpo. Y el cuerpo que se esclaviza a sí mismo se aferra a su decrepitud. “Para comprender me destruí”, dice Pessoa en el Libro del desasosiego, la Biblia del tedio, de la saudade moderna. Los decadentistas lucharon contra la decadencia, y algunos fueron decadentes, otros se redimieron ante la Luz, y otros más pasaron desapercibidos incluso para ellos mismos.

Alejandro Beteta
  • Edición -
  • Consejo editorial

Oaxaca, 1990. Estudió Humanidades en IIHUABJO. Es editor y ensayista. Correo-e: bufalott@hotmail.com

Fotografía de Alejandro Beteta

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