Se me invita a realizar un ensayo crítico sobre escritores de mi generación en México. Varias dudas se disparan automáticamente. Definir y acotar el concepto de “generación” sería un primer paso, y de entrada, corro el peligro de dar una visión incompleta o parcial, además que debería reunir cierto afán enciclopédico que ahora mismo no podría aplicar, entre otras cosas por la dispersión de mi biblioteca en diferentes hogares (ajenos). Así que esta crónica será confeccionada tirando de puro hilo mental y no dudo que la memoria me juegue una o varias malas pasadas.
Llegados a este punto debo decir que en general he leído a mis contemporáneos, por lo menos a todos aquellos que han publicado obra en editoriales independientes cercanas. No sólo eso, durante años he publicado decenas de reseñas de libros, sobre todo del catálogo de la editorial Moho —que ya cuenta con veintidós títulos— en diferentes revistas, principalmente en Replicante, dirigida por el editor y escritor Rogelio Villarreal, quien durante diez años ha estado dando cabida a todo tipo de manifestaciones e iniciativas dentro del panorama cultural under y no tan under.
Después de pensarlo varios días y ante la premura del cierre de edición, mi vida ha sufrido un pico de aceleración de acontecimientos, opto por tratar de englobar más que a una generación (sigo sin saber muy bien cuál sería el parámetro indicado), una genealogía un poco más amplia de lo que considero un momento muy especial en el mundo de la edición y que a mí me ha tocado vivir de manera directa, pues tengo cuatro libros de narrativa publicados por editoriales independientes (la desaparecida La espina dorsal en Tijuana, Nitro press, Nitro press / Ed. Pellejo y editorial Moho en el D.F.).
A mi modo de ver, y estoy hablando de la década de los 90, hay un grupo de escritores que se caracteriza por haber esquivado las restricciones para publicar creando canales propios de distribución; aunque Rogelio Villarreal ya hiciera presentaciones de la revista La Regla Rota en el bar El Nueve desde finales de los 80 (una amplia zona del devenir de la cultura gay y el underground —en ese entonces grupos como La maldita vecindad o los míticos Botellita de Jerez integraban esa escena— en el D.F. ha sido profusamente alumbrada por el libro de crónicas Tengo que morir todas las noches, recientemente publicado por el periodista Guillermo Osorno).
Situaría como referentes y punta de lanza para que sucediera todo lo demás a Guillermo Fadanelli (Moho), quien junto a Yolanda M. Guadarrama creó el concepto de Literatura basura, Mauricio Bares (Nitro Press), Juan Manuel Servín (A sangre fría/El salario del miedo), Naief Yehya, Rogelio Villarreal, si bien este último, aunque también escritor de narrativa, más centrado en actividades estrictamente editoriales (La Regla Rota, La Pus Moderna, Cuadernos de contracultura y Replicante). Lo mismo se podría decir de Carlos Martínez Rentería, escritor, periodista y legendario editor de la revista Generación, con una clara vocación contracultural y con cabida para plumas radicales, grupos punks, góticos y movimientos antisistema de todo tipo (Rentería es un ferviente promotor de la legalización de la marihuana) que durante un tiempo tuvo a la performer La Congelada de Uva como imagen institucional de la publicación en las presentaciones.
Eran tiempos de mucho reventón y mucha efervescencia en el ámbito editorial independiente, con muchas ferias con stands gratuitos en varias ciudades, presentaciones de libros y revistas, fiestas hasta la madrugada, cocaína y más cocaína, también poppers, amenizadas por lo más radical de la escena musical del D.F., como Mazinger Z, Las Ultrasónicas, Lost Acapulco, Guadamur, Silverio o Amandititita. Al principio de todo, también estaban vinculadas a esta escena las incipientes celebridades del rock nacional en español de los grupos La maldita vecindad, Botellita de Jerez y Café Tacuba en el D.F., y Tijuana NO, Beam y el colectivo de música electrónica que acabaría en el movimiento Nortec en Tijuana.
Interesante el puente aéreo que se creó entre escritores y editores del d.f. y Tijuana (con Guadalajara siempre hubo vínculo) en ese entonces. Algo que de algún modo ayudé a propiciar cuando fijé mi residencia en Tijuana después de haber vivido dos años y medio en el D.F. y haber sido adoptado por los padrinos del underground, la en aquel entonces invencible tríada Fadanelli/Villarreal/Bares, en sus interminables farras por cantinas y tugurios del centro, como los legendarios 14, el 33 o el 41, por poner sólo antros con nombre de número. Aunque los verdaderos desmanes se daban en multitud de departamentos estratégicamente regados por la vasta geografía del D.F. Eso me permitió haber sido testigo directo de una efervescencia sin precedentes y de un optimismo temerario, tomando el reto editorial más como un compromiso con la literatura y sobre todo con un modo de vida que como un negocio. Así se forjó un panorama vigoroso de escritores ansiosos por añadir sus títulos a estos catálogos, conscientes del glamour de elegante loser que da el publicar en editoriales minoritarias de culto.
Inmediatamente y alentada por aquellos aparece otra camada de escritores/editores nacida cinco años después, encabezada por Pepe Rojo (Ed. Pellejo), el recientemente fallecido escritor tijuanense Rafa Saavedra (blogosfera) y Norma Lazo, quien estuvo dando espacio durante sus años de editora en la revista Complot Internacional a escritores desconocidos en ese entonces como Guillermo Fadanelli, Pepe Rojo, Rafa Saavedra, Bef, Deyanira Torres o yo mismo, entre muchos otros, y posteriormente aparecería Heriberto Yépez desde Tijuana como otro de los colaboradores habituales.
Sin embargo, las editoriales Moho y Nitro Press, fueron fundadas por Guillermo Fadanelli (Terlenka, 1992) y Mauricio Bares (Streamline, 1998) principalmente para dar salida a la obra propia, además de ofrecer la posibilidad de publicar a los escritores amigos del entorno. Rogelio Villarreal, Enrique Blanc y el propio Bares en Moho, y gente como J. M. Servín, Héctor Ballesteros (arquitecto e ideólogo del movimiento streamline, estética que permeó los primeros números de la revista Nitro y los libros de la editorial) o yo mismo en Nitro Press.
Ambos, Fadanelli y Bares, escritores y editores que no tuvieron la paciencia o la esperanza de poder acoplarse a los mecanismos literarios de la década de los 90, donde solamente en el suplemento Sábado, del periódico Uno más uno, dirigido por Huberto Batis, se permitían ciertas licencias altisonantes y discordantes con el tono general de los suplementos de cultura, cuando estos tenían importancia y peso dentro de los periódicos y donde por supuesto no cabían esos jóvenes escritores trasnochados, con aspecto de rockstars drogadictos y que sólo escribían de drogas, sexo, fiestas interminables, sodomía, desamor y modas raras.
Precisamente esta generación representa la transición de la cultura libresca tradicional, y sus muy definidos cotos de poder e influencia, a la cultura de los fanzines y publicaciones alternativas en primer lugar hasta ser alcanzados de lleno por la esfera de lo digital, donde si bien la jerarquía la sigue encabezando el libro impreso (más en este mundo de escritores/editores), muchos autores se han podido hacer oír más allá de los estrechos márgenes que provee la industria editorial establecida, más interesada en confeccionar catálogos rentables que arriesgados experimentos literarios.
A mi modo de ver se trata de una generación de escritores, sigo hablando de los 90, conocedores de la tradición literaria nacional, de la literatura latinoamericana desde Borges, Cortázar, Sábato, Onetti o Benedetti, pero también del realismo sucio de Bukowski o Fante, conocedores de la obra de los beatniks y de Burroughs, así como la de Bret Easton Ellis, J. G. Ballard y del cine de Almodóvar y consumidores de todos los subproductos de la movida madrileña, sobre todo publicaciones (fanzines, cómics) y música, y en algunos casos adoradores de la literatura de género, ya sea novela negra o ciencia ficción.
En ese momento, esa década prodigiosa y desquiciada, híperacelarada, se crea una escena en la que músicos, diseñadores, fotógrafos, ilustradores, cineastas, actrices de telenovela, bailarinas, libreros, empresarios de la noche... arropan un interesante panorama de una nueva generación de escritores y editores que llegaban al mercado (con políticas de difusión y ventas bastante improvisadas) con temas actuales y preocupaciones cotidianas para conectar con un público ansioso por consumir cultura de su tiempo y con la cual identificarse, más allá de los mamotretos sobre la revisión perpetua de la identidad y estereotipos nacionales. Si alguna vez se tomó en serio lo popular y lo mexicano, fue para burlarse satíricamente de ello, como fue el caso de La Regla Rota, La Pus Moderna o A sangre fría, pasquín libertario y crítica feroz a los periódicos sensacionalistas de sangre y crimen que copan los kioscos y el espacio mental de los aterrorizados incautos, como el diario Alarma y otros por el estilo.
En ese ambiente de multidisciplinaridad, la editorial Moho produjo los videos Estoy loca por ti y El secuestro de Montserrat, comedias esperpénticas en las que se burlaban de todo, y Nitro Press, más tarde, con Toño Arango a la cabeza, sacó la línea Glycerina, recopilaciones de cortos de videoastas de toda la República en formato vhs y una línea de stickers con piezas de varios ilustradores y artistas.
Además, los reventones y fiestas alrededor de estas editoriales fueron con mucho lo más divertido y desquiciado que sucedió en la ciudad en esa época: Barba Azul (Moho), Dada x (Nitro) y Foro Alicia, Bull Pen (revista Generación), además de las legendarías fiestas en La Panadería, galería situada en la Condesa, donde se vieron los desmanes más significativos en el arte contemporáneo joven de México y la fauna indie más selecta y enloquecida (omitiré dar nombres propios). Ahí se presentaron varios números de la revista Moho con actuaciones de grupos como Mazinger z, las Ultrasónicas, Silverio o Guadamur. También se conspiraba en varios terrenos, la cocaína la vendía una anciana que la traía escondida en una cajita de chicles, dulces y cigarros. Se hablaban varios idiomas.
En el tenor de estos escritores no monolíticos en sus intereses, aparece el escritor tijuanense recientemente fallecido Rafa Saavedra, quien publicó su primer libro en 1996 con la efímera editorial tijuanense La espina dorsal, capitaneada por Cynthia Ramírez y Luis Rojo, con prólogo de Guillermo Fadanelli e ilustraciones mías. Rafa alumbró prácticamente al mismo tiempo una carrera como editor de fanzines y posteriormente —bloguero posteverything— creador de una red de bloggers tijuanenses que él encabezaba; escritor y periodista radiofónico, quien finalmente, con todo su trabajo, fue un constructor de identidad para varias generaciones y fue la voz de la otra Tijuana, la City. Una identidad ahora suspendida con la prematura muerte de Rafa Saavedra y a la espera del testigo de otro cronista que recree esa otra Tijuana nocturna, creativa y contemporánea alejada, o más bien, que vive en los márgenes que deja el estereotipo fronterizo del contrabando y la violencia.
Esa década de los 90 estuvo marcada por el desencanto absoluto con la realidad social del país, la sensación del gobierno de Salinas como un fraude (el asesinato de Colosio... y luego Zedillo al poder), la devaluación del peso y la entrada de aire fresco (también se colaron algunos sujetos indeseables) por efectos de la globalización, un desenfreno salvaje alimentado por grandes dosis de cocaína, buena y barata, la confirmación del sida como pandemia global —aunque en México la enfermedad estuvo siempre ligada al ámbito gay—, el surgimiento del zapatismo y del subcomandante Marcos y la proximidad del fin del milenio. Cóctel que agitado daba el resultado de la vivencia de unos tiempos apocalípticos, de fin del mundo, de estar viviendo, efectivamente, en un país en ruinas, y ser los jinetes desbocados, amorales y con un inmenso amor por la vida y los libros que iban a contar esa putrefacción sumergiéndose hasta el tuétano en la realidad de la noche, las fiestas más salvajes y en las vecindades más sórdidas del D.F. Una generación si no suicida, bastante temeraria y dada a los excesos de manera continua y ritual con una curiosidad sin límites, practicantes de literatura gonzo y de una sana autodestrucción a falta de otro tipo de moral.
Si bien Fadanelli con sus relatos de desenfreno, desolación y egoísmo en forma de afirmación del individuo acosado por la ansiedad de consumir drogas para fabricarse una realidad autónoma, junto a la persistente labor de Martínez Rentería como alentador de las salvajes hordas bukowskianas y la literatura de Servín (Cuartos para gente sola y Por amor al dólar) de tipo duro y hecho a sí mismo en lo rudo de la calle y el barrio, indica que todo apunta a una escuela de realismo sucio chilango que tiene al relato autobiográfico y a los excesos (tanto de alcohol y drogas como de miseria) como base de esa literatura. Hay, sin embargo, un amplio rango de escritores con un estilo definido, lo que se podría llamar una voz propia basada en experiencias personales en diferentes niveles del submundo, ya sea en el d.f., Tijuana o Los Ángeles, o imaginarios como los de Pepe Rojo o Bef.
Entonces, a los ya mencionados Guillermo Fadanelli (de los pocos que viven de su oficio y ha sabido ganarse un lugar en el mundo de la literatura nacional con una extensa bibliografía: novelas, ensayos y relatos), Mauricio Bares (Coitocircuito, Moho, y Streamline, Nitro Press), J. M. Servín, Rogelio Villarreal (40y 20, Moho), Enrique Blanc (No todos los ángeles caen del cielo y Sudor añejo y sardinas, Moho) se le suman ahora sí que los miembros más jóvenes de esa generación y que básicamente alimentan el catálogo de la editorial Moho, desde Wenceslao Bruciaga (Tu lagunero no vuelve más), Alejandra Maldonado (Aburrida en Bouveret), Guadamur (Generación Mex) y los no tan jóvenes Rafael Tonatiuh (El cielo de los gatos), Jesús Pacheco (La sonrisa del gato Félix y Un hombrecillo en mi cabeza), Ari Volovich (Jet Lag) y Carlos Martínez Rentería (Barbarie).
Obviamente esto no es el retrato de una generación. En algún momento aparecieron los escritores de la ampulosamente llamada Generación del crack, quienes la quisieron armar como generación y acabaron no representándose ni a sí mismos. No los he leído, para qué mentir y no siento ningún tipo de afinidad con ellos. Tampoco me merecen opinión alguna, así que a efectos de mi particular recuento es como si no existieran.
También se incorporaron al panorama otros escritores norteños como Julián Herbert o Carlos Velázquez, de quienes desconozco sus trayectorias o dónde publicaron sus primeros textos. Recuerdo haber revisado un manuscrito de Julián Herbert titulado Cocaína por allá del 2000 para su posible publicación en Nitro Press. No sé qué habrá pasado con esa novela, pero esos dos escritores, si bien coetáneos a muchos de los que menciono en este ensayo y ahora asentados en la industria editorial nacional, irrumpieron desde un espacio marginal dentro del mapa territorial de las letras, y si aparecieron en esa red de fanzines y revistas que conformaron el tejido de las editoriales independientes, lo hicieron esporádicamente. Su discurso literario, también lleno de drogas, está muy condicionado por la realidad que viven los estados del norte a causa de la narcoviolencia, al contrario que en los 90, años de vacas gordas para la narcopolítica, nadie se preocupaba de eso, había mucha cocaína y buena, dealers educados y no tanta sangre. Herbert y Velázquez son hijos de otra realidad social, más cruda y militarizada. También hay otros escritores como Tryno Maldonado, Alberto Chimal y algunos más, que en realidad conozco muy poco. Desde aquí como si estuviéramos en un programa radiofónico les mando un cordial saludo porque debería haber dicho más de su obra.
Me he dedicado a trazar un retrato aproximado de una familia de los hijos bastardos y tropicalizados de Bukowski, de la inmediatez, de la noche, las drogas, el sexo casual y efímero, de escritores presos de una sociedad en exceso normativa y conservadora y a la vez corrupta hasta la médula, con los ideales de la izquierda derrumbados y arrumbados junto a un montón de utopías sociales devoradas por el capitalismo. Todos ellos aspectos que hacen mella en el desamparo ideológico de una generación de escritores que no tiene más que apostarle a la literatura en la época del ébola, resignados a que el apocalipsis final se retrase unos cuantos lustros más y no les toque una bala perdida. Como a todos los demás en este país.