La vista de un edificio colapsado, el sabor a polvo en la boca y el sonido del metal retorciéndose bajo el peso de las losas, son fragmentos de un recuerdo que habrá de acompañarme el resto de mi vida. Me avergüenza recordar el pasmo que me arrobó al ver el edificio derrumbado en la avenida Álvaro Obregón –parecido a aquel que sentí cuando vi al mar arrojar un cuerpo, blanqueado y de olor dulzón, una noche en la costa de Chiapas–. Simplemente horroroso. Empequeñece, nos hace sentir insignificantes, nos aniquila. ¿Qué hago aquí? Ayudar, sí, ¿pero cómo? Los rostros son de confusión y angustia ¿qué hace toda esta gente aquí? Temblando, confieso que he venido para encontrarme con la catástrofe, ser parte de ella, contemplar de frente la cicatriz de un estremecimiento despiadado de la tierra. Miles de personas en una calle apagada, polvorienta, con olor a gas. Miedo, esperanza, llanto, aplausos, sirenas, silencio… el sonido de vidrios que explotan y de concreto tronando. Silencio… una nube de tierra que se cuela en la garganta, polvo sobre el polvo de nuestros huesos. Silencio… lloro.
El cisma de un economista: me niego a creer que el ser humano sea envidioso por naturaleza. Homo-non-oeconomicus. Adam Smith, padre de la economía, sea lo que sea que eso signifique, construyó el sistema teórico del capitalismo sobre la premisa del interés personal: “No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo”. Eso podrá estar bien para el pan y la cerveza, pero la vida es algo más que estómago. ¿Qué hace toda esta gente aquí? Quieren salvar una vida ¿Por qué? Smith, quien fue maestro de moral en la Universidad de Glasgow, escribió una Teoría de los Sentimientos Morales inspirada en la idea de simpatía social, aparentemente opuesta a su economía del egoísmo. Sin embargo, como buen hombre inglés, la simpatía no sería para él sino la manifestación del interés personal de obtener la aprobación social. Aquí nadie busca la aprobación o el aplauso. No sólo de pan vive el hombre. Se ayuda con vehemencia, sin cálculos utilitarios, movidos por un miedo incierto y una compasión irredimible –“amar en espíritu es compadecer”, escribió Miguel de Unamuno en El Sentimiento trágico de la vida, padecer junto al otro la incierta caducidad del alma humana.
¿Por qué ahora? Por el desastre, claro ¿pero no acaso vivimos rodeados por desastres? ¿No es la pobreza un desastre, el desastre de la humanidad? Hay una diferencia. Otro británico, el reverendo Thomas Malthus, si no fue el primero sí el más notable de los economistas que imputaron la culpa de la pobreza a los pobres y su irrefrenable multiplicación. No es casualidad que Charles Darwin se haya inspirado en la obra de Malthus, ni que luego Herbert Spencer propusiera un “darwinismo social” vulgarmente resumido en la expresión “la supervivencia del más fuerte”. Se supone que la economía, al contrario de los terremotos, no está regida por el azar sino por el talento y la fuerza. Como si nacer no fuera el primero y más azaroso de los accidentes, la primera moneda lanzada en el devenir de nuestros amores y nuestras tragedias. Como si la riqueza no pudiera ser hija de la corrupción y la violencia, y que es, en efecto, parida por las más cínicas corruptelas que no dudan en lucrar con el dolor. Dicen que las ratas son las primeras en salir en un temblor.
La insensibilidad de algunas alimañas frente al desastre es aterradora. Las cámaras de televisión, el oportunismo, los robos, la desaparición en unos cuantos días de los rastros de una fábrica en la colonia Obrera donde laboraban trabajadores sin legalidad ni amparo, pobres, muertos antes de morir… Lamentablemente el terremoto no derrumbó el cinismo de los hombres, pero hizo temblar a un régimen que permite que criminales como Graco Ramírez o Javier Duarte lleguen al poder, que necesita que lleguen al poder. Un régimen que cuenta los homicidios de mujeres y estudiantes como si fuera el marcador de un deporte nacional. Por eso desperdigan a estas comunidades improvisadas, pero reales. Por eso tienen prisa de que todo vuelva “a la normalidad”, a su amada campaña presidencial. Tienen miedo de que la gente aprenda a organizarse sin oportunismos ni falsos líderes; que se den cuenta de que no los necesitan. Miedo que un terremoto humano los regrese a la tierra de donde salieron, pues polvo son y al polvo volverán, como todo en esta tierra.