Me fui de Barcelona a Buenos Aires en 2009, con mi marido —o “mi flamante marido”, siempre he querido usar esta expresión y si no lo hago ahora no sé cuándo se me volverá a presentar otra oportunidad— y una beca de investigación para terminar mi doctorado. Hice mi mudanza transoceánica antes de que la crisis española arrasara con todo y perdiéramos la ilusión de ser los más lindos y afortunados del mundo por vivir en una ciudad que siempre estaba a la última y donde los jóvenes nos veíamos como parte de un decorado mediterráneo de anuncio de cerveza. Confieso que me sentí muy valiente por resignar los privilegios del primer mundo para irme a una ciudad latinoamericana, caótica, donde las cosas —según mi punto de vista eurocéntrico de aquel momento— eran menos fáciles, pero más de verdad. Es curioso cómo los europeos emprendemos los viajes fuera de nuestros márgenes geopolíticos como una búsqueda de lo verdadero o lo auténtico, mientras que otros (los que viven más allá de las fronteras de nuestro feudo medieval que tanto nos empeñamos en proteger) cruzan nuestros límites sólo motivados por la más estricta sed de supervivencia. Este descubrimiento me llevaría, más adelante, a reconsiderar el estatus de emigrante que me había adjudicado tan alegremente.
Porque mientras vaciaba las bibliotecas de nuestro piso del Eixample, mientras etiquetaba cada caja según un eficiente sistema que me había inventado para que después, más tarde, en unos años, en caso de que regresara, no me costara recuperar un libro, me dije muy contenta que dentro de muy poco iba a convertirme en otra persona. Que iba a subir al avión como una simple estudiante y bajaría en Ezeiza transfigurada en inmigrante, lo que significaba un cambio de identidad sustancial: una identidad más compleja, más arriesgada. También pensaba que a partir de ese momento mi vida adquiriría un sentido o que encontraría la verdad de quien quería ser. Tal vez todo esto suene un poco idiota, pero pensad que era joven, nueve años más joven, y aún estaba convencida de que el destino es algo que uno sale a buscar con un fardo al hombro.
Mi primer encuentro con la verdad fue en un asado argentino, con mi familia política. Es sabido que Argentina es un país de inmigrantes y que cada argentino está conectado a Europa por unos lazos invisibles y extremadamente sensibles que, cuando los tocas, vibran y pueden desencadenar cualquier cosa: un llanto irrefrenable, una perorata eterna. Es hermoso, pero también agotador. En este asado al que me refiero aquí, una tía de mi marido comenzó a contar el viaje que hizo su bisabuela desde un pueblo perdido de Sicilia hasta Buenos Aires para buscar a su esposo, que se había ido a hacer fortuna a la Argentina y nunca más había dado señales de vida. No voy a explayarme aquí contando los detalles de esta epopeya, sólo os diré que mientras escuchaba a la tía de mi marido hablar, mientras la veía emocionarse hasta las lágrimas, me di cuenta de que yo era una caradura por llamarme a mí misma inmigrante.
Tengo amigos que emigraron porque se quedaron sin empleo o porque se les acabó el paro y tuvieron que irse a lugares inverosímiles a buscar fortuna. A una amiga mía la emplearon de un día para otro en un instituto de español de Sarajevo porque nadie más quería ir allí, “por las minas que aún hay enterradas en los baldíos de la ciudad”, le dijo la directora de la institución. Pero mi caso era muy distinto. Yo había dejado voluntariamente un trabajo y había empaquetado todos mis libros con gusto porque sabía que iba a regresar, como efectivamente ha sucedido. Supongo que los inmigrantes como la bisabuela de mi tía política o los que escapan de las guerras y hambrunas no hacen estas cosas. No etiquetan sus posesiones, no las llevan a la casa de sus padres y las dejan en el garaje, prolijamente cubiertas con un plástico.
Estoy a un paso de convertirme en una representante de la “izquierdacaviar”, como llama Slavoj Žižek en su libro La nueva lucha de clases (Los refugiados y el terror) a los liberales de izquierdas que se engolosinan con cualquier idea que suene progre. Admito que rehusar definirme a mí misma como inmigrante, porque hay casos peores (pongamos, los refugiados sirios), suena un tanto condescendiente. Pero si algo entendí en Argentina era que no podía ir por ahí diciendo que yo era una inmigrante por una razón fundamental: carecía de una historia. O por lo menos carecía de una historia con pathos. No había descendido por los caminos polvorientos de la Sicilia de finales del siglo XIX hacia el mar con dos criaturas hambrientas. Mi decisión tampoco había sido inevitable. No había tragedia, ni destino, ni nada entonces.
Los ocho años que pasé en Argentina invertí una cuota grande de angustia en tratar de definir mi estatus. Al principio me ayudó mucho el Diario de Gombrowicz. Me enamoraba su desfachatez y su libertad. Pero lo que más me gustaba era que él, como yo, se había disfrazado con una identidad conveniente. Cuando le preguntaban cómo había terminado viviendo en Argentina, Gombrowicz mencionaba a los alemanes y a la prohibición de su obra durante el comunismo. Pero la verdad es que el escritor llegó a Buenos Aires el 22 de agosto de 1939 en un viaje de ida y vuelta invitado por la embajada polaca, y se quedó veinticuatro años. Lo que hizo después fue distorsionar un poco los motivos que lo llevaron a bajarse precipitadamente del barco cuando ya estaban a punto de retirar la pasarela.
Mi beca de investigación duraba dos años. Cuando se acabó ese período, mis padres empezaron a preguntarme cuándo volvería. Yo no tenía ni la más remota gana de subirme a un avión de regreso, así que me mentí y les mentí: yo era una inmigrante, una más entre la marea de bolivianos, paraguayos, peruanos y españoles con la que me cruzaba en las oficinas de extranjeros. Mi lugar estaba en Buenos Aires. Me había marchado de mi país por un motivo perentorio, aunque no supiera muy bien cuál era ese motivo. Pero mi estadía en Argentina tenía una finalidad.
Por supuesto que no encontré mi destino. Ni tan siquiera creo ya en tal cosa. Pero es cierto que mi desubicación me llevó a escribir. Estar en Argentina se convirtió en algo fundamental, más allá de un capricho o de una necesidad de aventura, incluso más allá de la fascinación primermundista por el caos y la vitalidad latinoamericanas. Se trataba de una necesidad vital. En Barcelona había estado demasiado cómoda; por el contrario, en Buenos Aires sentía incomodidad, angustia y desorientación, tres cosas que me supusieron un gran estímulo para la escritura de ficción. De modo que si mi estatus de inmigrante no me vino dado de entrada por las circunstancias de mi viaje, yo me lo inventé después. Y funcionó. A veces los deseos se expresan por caminos extraños. En mi caso, el deseo de ser escritora, de no escribir mi tesis doctoral, sino una novela, se me reveló de este modo oscuro: si de verdad estaba dispuesta a sostener que era una inmigrante para justificar mi permanencia contra toda lógica en Argentina, tenía que hacer algo a cambio, tenía que construir algo. Desde luego no construí un imperio de telas y ropajes como los judíos del barrio del Once, o de pastas frescas como los italianos de Floresta. Pero regresé a Barcelona con una novela de ciento cincuenta páginas. Mi pequeñísimo, ínfimo, imperio transatlántico.