Al caminante no se le pregunta a dónde va, sino de dónde viene. Sin embargo, lo que a un caminante le importa es su destino, no su punto de partida.
Judíos errantes, Joseph Roth
El libro de Claudio Magris, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, se inaugura con el siguiente epígrafe de Antoine Saint-Exupéry: “La ausencia es la palabra terrible de esta historia judía: Entonces vas allá abajo. ¿Qué lejos estarás? —¿Lejos de dónde?”. El epígrafe nos importa en tanto anécdota, porque, con toda la ironía que puedan contener estas simples y exiguas palabras, narran “la historia judía”. Una de las culturas más fuertes acerca de la ausencia y la migración.
La historia comienza precisamente con la diáspora, y su móvil está ligado a la búsqueda de mejores condiciones de vida (como uno de los principios básicos de toda migración) a través del pacto y la promesa. A cambio de la libertad y la tierra, los judíos sellaron un pacto con Yahvé: el de obedecer, servir y honrar a Dios incondicionalmente. Aceptando así, como ningún otro pueblo, el destierro como una condición existencial. Por espacio de cuarenta años, se dice en Números 14: 6: 33-34, los judíos erraron por el desierto bajo el estupor recalcitrante de la promesa; un castigo y una bendición ese “[…] apasionado combate con un Dios que castiga más que ama” (Roth, 2008: 26).
La promesa de la tierra, en tanto promesa de libertad, es lo que justifica la migración judía. No obstante, el pacto tiene sentido sólo porque hay una ausencia, esto es, la falta de un territorio, de un lugar. De manera que lo que impele al desplazamiento no es la promesa en sí misma, sino lo que se funda en la carencia. Pero si lo que hay es una promesa y no un territorio, ¿qué tan lejos se puede estar? ¿Lejos respecto a qué? ¿Lejos de dónde? En el fondo de la tradición judía gravita la ausencia. El motor de esta historia de la migración es lo que falta, y el escenario está por venir.
Sin embargo, aún en la ausencia de lugar, tierra, patria, es posible trazar una cartografía. La que inició con la geografía del desierto y no se detuvo aun cuando los judíos merecieron Canaán, la Tierra prometida. Porque antes y después de la llegada a la Tierra de Israel, quizás hasta la conformación del moderno Estado israelí (1948), los judíos se vieron obligados a dejar su tierra para asentarse, bajo la amenaza latente de un próximo destierro, en territorios extranjeros. Siendo ellos mismos extranjeros más que ningún otro.1 Esta larga historia de la migración y de la ausencia ha sido muchas veces un relato de persecución y guerra. La conquista de Jerusalén y el destierro babilónico, la lucha por Canaán, las guerras Judeo-Romanas, la expulsión de España, los pogromos en Rusia, el Holocausto, conforman algunos de los momentos en la cartografía del destierro y la migración judías.
Pero, si bien los judíos han mantenido un apego profundo e histórico con la Tierra prometida (que hoy podemos ubicar en el territorio de Palestina e Israel), es verdad que también han manifestado una tendencia a emigrar y establecer comunidades lejos de ella.2 Por fuerza o por elección, la migración condujo a los judíos a la asimilación del mundo secularizado que los rodeaba. De este modo, otras topografías y otras latitudes se sumaron a la cartografía del judío errante. Asimismo otras afecciones y relaciones con la tierra: “Especialmente los judíos tendrían mil motivos para, en la medida de lo posible, evitar la afirmación de que su pertenencia a éste o aquel pueblo responde a un destino inquebrantable” (Roth, 2012: 51).
Estas palabras no hubieran podido surgir con tal convicción más que en un judío, cuya efigie del errante tiene el rostro de Abraham, Isaac, Jacob y Moisés, como el de tantos otros judíos que anduvieron la historia de la Humanidad. Sin embargo, son las palabras de Joseph Roth (Brody, 1894-París, 1939), el periodista y novelista austrohúngaro que nunca supo nombrar su patria ni con un solo mote ni con una sola lengua. Aquel judío que asumió y resignificó el itinerario migratorio de los judíos a través de la geografía de los hoteles y el tiempo de las notas periodísticas. Un camino que comienza, escribe Claudio Magris, con la disolución del Imperio Austro-Húngaro y con la disgregación del judaísmo oriental. Entendido este último como un devenir bíblico al mismo tiempo que escuálidamente moderno. En todo caso el itinerario de Roth comienza, una vez más, con la diáspora.
“Yo dibujo el rostro del tiempo”, escribió Joseph Roth en sus Crónicas berlinesas, y podría ser esta la mejor manera de describir su propio trabajo. Bajo esta premisa se amalgaman los artículos y las crónicas periodísticas con las novelas, dando forma al gran retrato del tiempo que al escritor le tocó vivir. Cada viaje, cada hotel, cada página, toda salida y todo arribo, se entretejían en una misma trama, guardaban una intrahistoria: la de la Europa desmembrada y desquiciada que salía de la Primera Guerra Mundial para dirigirse, inevitablemente, como el propio Roth vaticinó, hacia la Segunda. La Historia no tiene protagonistas y quizá posee antagonistas en demasía. Sin embargo, a Joseph Roth le interesaban aquellos personajes (él mismo entre ellos) que, por fuerza, nunca pudieron asimilar un lugar en aquel relato: los judíos, tanto los orientales como los de la Europa oriental y occidental.
Los judíos tienen un lugar en la historia de Europa, y el propio Roth se empeña en señalar como “la mayoría de ellos da a Occidente por lo menos tanto como éste les quita, y algunos le dan más de lo que Occidente les da a ellos. En todo caso, el derecho a vivir en Occidente lo tienen todos los que se sacrifican yendo a él […] con nuevas energías para interrumpir el tedio mortal e higiénico de esta civilización […]” (Roth, 2008: 30). Para Roth “ir” sigue siendo el sello distintivo de este relato. Porque el lugar no-lugar de los judíos se funda tanto en la negación por parte del no judío-europeo-antisemita como en el cosmopolitismo que Roth reconocía en ellos, en él mismo más que en ningún otro judío.
Para Joseph Roth la estancia en los hoteles, más que un estilo de vida motivado por su labor de periodista, fue una consecuencia de la norma del cosmopolitismo, del sin-patria que, siendo cronista de Europa, había asumido como suyas las miserias cotidianas, grandes o pequeñas, de los exiliados judíos. En ese panorama el hotel no sólo cumplía con la provisionalidad de la vida del migrante y el exiliado, sino que también encarnaba el carácter cosmopolita que Roth proclamaba acerca de los judíos. Gente de todas partes entrando y saliendo, llegando y marchándose a todas horas: “Eximidos de sus sentimientos patrióticos obtusos y estrechos, momentáneamente desembarazados de su altanería nacional, aquí los hombres se encuentran y dan al menos la impresión de ser lo que deberían ser siempre: hijos del mundo” (Traverso, 2004: 99).
La modernidad judía, de acuerdo con el historiador italiano Enzo Traverso, encuentra su particularidad en la imagen del Ahasvero, el judío errante, el que en pleno apogeo de la idea del Estado-Nación nunca logró asimilarse definitivamente en ese marco. El propio Joseph Roth señala que el sionismo (la idea de una nación judía en la llamada Tierra Prometida) y el concepto de nacionalidad son, esencialmente, europeo-occidentales. En Oriente, dice el autor, viven personas que no se preocupan de su pertenencia a una “nación”, no al menos en los términos europeo-occidentales: “Hablan varios idiomas y son producto de diversas mezclas raciales, y su patria está ahí donde se les fuerza a alinearse en una formación militar” (Roth, 2008: 34).
La idea del judío errante, representado por la movilidad, la apatricidad y el multilingüismo, consolidó la modernidad judía como una dialéctica entre asimilación y antisemitismo. Una dialéctica donde el cosmopolitismo había logrado favorecer la cohesión de una judeidad secularizada frente a la imposibilidad del retorno al judaísmo tradicional que la asimilación representaba, así como ante la posibilidad, negada por el antisemitismo, de acceder plenamente a una nacionalidad.
La modernidad judía había nacido con el “judío no judío”, un intelectual (resultado de la Haskalá, de la Ilustración judía) que rompiendo con su religión y su cultura encontraba en el cosmopolitismo el rasgo que lo definía. La integración de los judíos a sus respectivos países, aunque nunca completa, se vio favorecida por la trascendencia que habían alcanzado en la economía, las ciencias, las artes, la prensa, etc. El cosmopolitismo fue el nexo entre Joseph Roth, Stefan Zweig, Franz Kafka, Walter Benjamin y tantos otros escritores que formaron parte de esa unidad cultural judía que, tomando al alemán como lengua, excedió todas las fronteras nacionales. “Ya no hay fronteras mediante las cuales protegerse contra la mezcolanza. Por eso, el judío se rodea de fronteras. Sería una lástima renunciar a las mismas”, escribe Joseph Roth en Judíos errantes (2008: 47), una oda y una elegía de la migración.
Sin embargo, hacia 1930, a partir del antisemitismo y la persecución guiados por el nazismo, el cosmopolitismo comenzó a tornarse en acosmía, en “falta de mundo”. Una disolución absoluta de las fronteras, donde migrar y asumirse un ciudadano del mundo en el acto del desplazamiento del lugar y de la lengua no fue más un posicionamiento político, sino una imposición. Vivir en la migración no era ya sino vivir en el ostracismo. En oposición al viajero se encuentra el judío, el exiliado, figura marginal de la alteridad que, en tanto otro, no deja de confrontar.
“¡Es cierto que nuestra patria no es aquella en la que nos va bien! De acuerdo, pero a un país en el que se comete el mal no podemos seguir llamándolo nuestra patria”, son las palabras de Joseph Roth en La filial del infierno en la Tierra. Ese mismo Joseph Roth que reconocía que: “La verdadera patria del escritor emigrado es la lengua en la que escribe. Y su libertad, la libertad de poder expresar lo que piensa” (Roth, 2012: 145). Paradójicamente esa lengua fue, para el propio Roth, como para muchos otros escritores judíos nacidos y no nacidos en Alemania, el alemán. A Joseph Roth su lengua, el yiddish (lenguaje terrenal y ordinario del exilio, como dice Norman Manea), se le había migrado al polaco de la cotidianeidad en las calles de Brody, al alemán en tanto terreno de expresión literaria, y al francés por decisión política, cuando en 1933 decidió exiliarse en el Hotel Foyot y el Café Tournon en París.
No obstante, haber asumido el alemán como patria literaria significó para los escritores judíos, cosmopolitas errantes, una migración sin precedentes históricos, ya que se fundaba en leyes raciales y no políticas: “[…] en el odio que arde en el pueblo anfitrión contra una multitud de extranjeros en apariencia peligrosos y originadores de prejuicios” (Roth, 2008: 29). Junto a los escritores judíos asimilados o nacidos en Alemania, los llamados revolucionarios —socialistas, comunistas y anarquistas— constituyeron la mayor parte de la emigración (forzada) alemana (Roth, 2012: 97). De este modo, como comprendió el propio Roth, la literatura en lengua alemana fue menos una literatura de la migración que una literatura desterrada, proscrita en su propia patria desde el punto de vista físico y espiritual. El autor no deja de recordar aquí las quemas de libros, a los escritores y a los libros prohibidos. Motivo por el que la migración alcanzó a quienes no podía aplicárseles, en palabras de Roth, “la ley de la demencia racial”.
Los escritores que pudieron quedarse en el terruño alemán, no tenían que callarse, pero no por eso fueron escuchados (Roth, 2012: 88). “Se permanece y, sin embargo, se peregrina: una especie de acrobacia de la que sólo son capaces los desdichados, los reclusos del penal” (Roth, 2008: 16). Frente a este peregrinaje recluido, Roth destaca las bondades del destierro físico: “Tal vez suponga una dicha mayor ser un escritor alemán de sangre judía y conocer la miseria corporal, aunque también la libertad física del exilio, que quedarse en un país en el que la lengua está paralizada, el oído sordo, el ojo cegado y en el que hasta la pluma se niega a obedecer la voluntad de la mano que debe guiarla incluso tras esa ley” (Roth, 2012: 88).
Frente al silencio, la ceguera y la coacción, Joseph Roth eligió el cosmopolitismo y la migración como actos políticos y formas de resistencia. Porque fueron estos modos de asumir su judeidad los que le dieron un lugar en el mundo: ese que no necesitaba ni tierra ni fronteras, aunque sí el techo de un hotel. Ese lugar fue el de la lengua activa, el oído presto, el ojo abierto: la literatura. Aunque desterrada y consumida por el fuego, la obra de Josep Roth constituyó una literatura de la migración. Justamente, una alegoría de la migración judía, narrada casi autobiográficamente por un emigrante fascinado por la capacidad de los hombres de vivir sin fronteras: “Me alegra cambiar de vida una vez más, como tantas veces he hecho durante estos últimos años. Veo al soldado, al asesino, al que estuvo a punto de ser asesinado, al resucitado, al encadenado, al emigrante” (Roth, 1995: 12).
Referencias Bibliográficas
- Magris, C., Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Navarra, EUNSA, 2004.
- Roth, J., Hotel Savoy, Barcelona, Sirmio Quaderns Crema, 1995.
- Roth, J.,Judíos errantes , Barcelona, Acantilado, 2008.
- Roth, J., La filial del infierno en la tierra. Escritos desde la emigración, Barcelona, Acantilado, 2012.
- Traverso, E., Cosmópolis: figuras del exilio judeo-alemán, México, UNAM, 2004.