Cuéntame quién soy”. Es la frase que pronuncia el narrador de El jinete polaco en uno de los momentos álgidos de la novela, y acaso sea también la que mejor define el impulso que ha venido guiando la obra de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) desde que se diera a conocer con Beatus Ille hasta hoy. Las referencias no son ociosas, porque, precisamente, en este 2016 el autor celebra una triple efeméride. Mientras él cumple sesenta años, los lectores conmemoramos que hace justo tres décadas arrancó su carrera literaria y que ha pasado un cuarto de siglo desde que alumbró la que muchos consideran su pieza maestra. En este tiempo la obra de Muñoz Molina ha adquirido una envergadura tal, que resulta muy difícil explicar la narrativa española posterior a la muerte del dictador Francisco Franco sin tenerla muy en cuenta, del mismo modo que se hace imposible no advertir que, de todos los escritores surgidos en la Transición a la democracia, probablemente Muñoz Molina fue uno de los que con más ahínco y lucidez reflexionó acerca de la tradición en la que se inscribía, teniendo muy en cuenta los puntos de partida. Dicho de otro modo: su trayectoria no ha sido una sucesión de pasos balbuceantes que a partir de cierto momento adoptan una línea fija y definida. Por el contrario, da la impresión de que su obra marcó desde sus inicios el objetivo de explicar, explicarse y explicarnos. Él ha recordado a menudo cómo el conceder en sus tramas una importancia crucial a los recovecos de la Guerra Civil, le sirvió para que buena parte de la crítica le calificara de anticuado en los comienzos de su carrera. No acertaron a ver que en ese remontarse al pasado reciente latía la inquietud que le llevó a revelarse en muy pocos años como un consumado hacedor de mundos. Las fechas a las que me refería al principio de este texto son la mejor prueba: si en Beatus Ille Antonio Muñoz Molina forjaba los primeros cimientos de su universo mítico de Mágina, en El jinete polaco este enclave ficticio, trasunto de su Úbeda natal, adquiría verdadera carta de naturaleza para erigirse, a su modo, en un personaje más, compendio de preocupaciones pasadas y obsesiones venideras.
Si aquella primera novela caló pronto entre los lectores, las posteriores no hicieron sino refrendar esa comunión, probablemente porque en su obra se encadenaban diversos factores que convertían las suyas en unas narraciones valiosas y necesarias. Acaso el más importante, sobre todo en unos momentos en el que el país entero jugaba a redescubrirse o a inventarse partiendo de preceptos no siempre fidedignos; tenía que ver con la mirada hacia atrás dentro de la propia Historia, a la indagación libre de prejuicios en las mareas de un pasado reciente del que la narrativa española en boga por entonces procuraba huir por considerar que se trataba de un tema no superado —es posible que siga sin estarlo hasta el día de hoy—, pero sí en cierto modo inconveniente para sus aspiraciones de futuro. Tiene que ver, precisamente, con la búsqueda en el conflicto de 1936 y en sus devastadoras consecuencias de las razones que acertaran a explicar determinados signos que definían a la España de nuestra época. Beatus Ille planteaba, en ese sentido, no pocas preguntas incómodas en las que su autor iría reincidiendo a lo largo de los años, a medida que iba dando cuerpo a una trayectoria sobresaliente que pronto se mostró recorrida por una espina dorsal de la que salían meandros que, a su vez, acababan conformando nuevos asuntos fundamentales que resplandecerían en su justo momento. Así, puede casi leerse hoy Beatus Ille como un anticipo de lo que terminaría siendo El jinete polaco, para muchos, como digo, su obra maestra indiscutible, de la que partirían títulos sólo aparentemente secundarios como Los misterios de Madrid, El viento de la luna o Plenilunio. O, fundamentalmente, como el inicio de una voluntad que ha llevado a Muñoz Molina a trazar amplias y certeras cosmogonías en torno a los temas que le han venido obsesionando y que, de algún modo, se iban anticipando o encontraban ecos inesperados en otras novelas. Así, el interés por el espionaje durante los años de plomo del guerracivilismo y sus consecuencias que engendró Beltenebros, se tradujo unos pocos años más tarde en la monumental Sefarad, y de todo ello acabaría surgiendo La noche de los tiempos, un título que podría considerarse más que digno heredero de La forja de un rebelde, la indispensable narración con la que Arturo Barea explicó en qué había consistido la Guerra Civil. Del mismo modo, el descubrimiento de la capital portuguesa durante el proceso de documentación para El invierno en Lisboa se conjugaría con el estudio de los movimientos de reivindicación de los derechos civiles glosados y añorados en Todo lo que era sólido para formular una ecuación que arrojó el resultado de Como la sombra que se va, último ejemplo hasta la fecha de ese feliz empeño del autor en pergeñar páginas que le expliquen y que nos expliquen, en este caso persiguiendo el rastro del asesino de Martin Luther King.
Hay, con todo, un texto que a mi entender resulta crucial por lo que tiene de definitorio. Se trata de “Destierro y destiempo”, el discurso que pronunció con motivo de su ingreso en la Real Academia Española de la Lengua en 1996, y que concibió como una respuesta a otro parlamento, el que tendría que haber dado el escritor Max Aub al convertirse en miembro de esa misma institución si la Guerra Civil no le hubiera conducido al exilio. En su discurso, pergeñado cuando ya sabía que nunca podría leerlo, Aub se dirigía a una Academia ideal en la que figuraban prohombres como García Lorca o Antonio Machado, fatalmente desaparecidos en la realidad a resultas del conflicto. Al responderle, Muñoz Molina componía una sentida elegía a un pasado posible, pero truncado, a la vez que convertía éste en una base desde la que trazar un porvenir acogedor. Todo ello conjurando a esos honorables fantasmas del pasado para hermanarse con ellos y erigirlos en epítome y resumen de un país y una intelectualidad de los que él ha conseguido ser un más que digno descendiente: un escritor que aúna ética y estética para mirar hacia sí mismo y explicarnos quiénes somos.