Oaxaca
12 de marzo del 2017

PREHISTORIAS

Hacia 1990 las placas tectónicas de la literatura oaxaqueña tenían una configuración distinta a la de hoy. Las Casas de Cultura de la Ciudad de Oaxaca y de Juchitán se habían encargado de publicar libros de algunos poetas jóvenes en aquellos años: José Luis Reyes Hernández, Azael Rodríguez, Jorge Fuentes Chávez y César Rito Salinas, entre otros. Volúmenes modestísimos con forros de cartoncillo e ilustraciones en serigrafía, pero que cumplieron una función vital al impulsar los nuevos ramajes de las letras locales, prefigurando lo que más adelante serían programas editoriales como la colección Parajes de la Secretaría de las Culturas y las Artes, y la Editorial Almadía en la iniciativa privada.

Nuestros escritores en letras indígenas más reconocidos hoy en día empezaban entonces a aparecer en escena. Recién se nombraba a Javier Castellanos, Mario Molina, Juan Gregorio Regino y Víctor Terán, la mayoría en lengua zapoteca. En Juchitán se daba un empuje literario de consideración, a la par de los remanentes de una efervescencia política protagonizada por la COCEI. La revista Guchachi ’Reza estaba en sus mejores momentos.

En la ciudad de Oaxaca Julio Ramírez cumplía un lustro de involucrar a jóvenes en el oficio escritural. El taller literario de la Biblioteca Pública Central, para el año que nos ocupa, se abría paso con Cantera Verde, una de las primeras revistas con solidez y permanencia en nuestro ámbito.

Tal era el contexto literario que prevalecía en Oaxaca a la llegada de Carlos Montemayor, alrededor de 1991. Poco antes, gracias a los esfuerzos de Manuel Matus y de quienes dirigían el Instituto de Investigaciones en Humanidades de la UABJÜ, ya se habían desarrollado talleres literarios coordinados por Sandro Cohen.

No recuerdo si en aquel tiempo Azael Rodríguez era secretario particular del director general de Comunicación social del Gobierno Estatal, o si ya estaba en las filas de la Casa de la Cultura Oaxaqueña al frente del departamento de Vinculación. Lo cierto es que, por medio de Azael y Manuel Matus, se logró la llegada de Montemayor en un proyecto de taller literario que incluía dos sedes: la Ciudad de Oaxaca y Juchitán. El extraño nombre que se dio a ese taller se debe, según la versión que oí, a que mientras Azael y Manuel debatían telefónicamente las propuestas, una patrulla cruzó los alrededores y su frecuencia interfirió la comunicación: “Lagarto bicornio”, dijo un agente en clave. No tuvieron que pensarlo más.

ÉL

En 1991 yo asistía por primera vez a un taller de literatura. Rodeando la mesa de la sala de juntas del Instituto de Humanidades, cuya ventana da al teatro Macedonio Alcalá, había escritores istmeños, vallistos y de otros lugares: Omar Luis, César Rito Salinas, José Luis Reyes, María de Jesús Velasco y algunos que se difuminan.

Llega Carlos Montemayor. Toma en la mesa el lugar principal. Anteojos redondos con arillo de oro. Su copete castaño baja en olas. El codo derecho sobre el cristal de la mesa; entre los dedos el pertinaz habano. Voz como estruendo de pólvora, como sostenida en esqueleto de hierro. Tesitura sin quiebre, abisal. Trae como regalo para nosotros la edición de Dublineses, de Joyce, en Premiá. El aroma de su Cohiba es novedoso para muchos de nosotros, entonces novatos en vicios.

Todo en él era monumentalidad: la estatura de casi uno ochenta, la risa, el tórax y la barriga como grandes cajas de resonancia de las que emergía la voz metálica de tenor. Su hablar era un eco de cavernas: sonoridades que eran versos, citas y estratagemas sobre el oficio de escribir. Subía y bajaba entre referencias. Dictaminaba con clarividencia las fallas de nuestros poemas y cuentos. Pocos de esos textos sobreviven y no todos los que asistieron a ese taller siguen escribiendo.

ISTMO QUIERE MI CUERPO

Hicimos después una visita a Juchitán. “No es que aquí se beba mucho, sino que el visitante ya viene con el propósito de ponerse hasta atrás”, dice Montemayor. Lo acompañaba su pareja de ese entonces, la pintora y grabadora Katherine Rendón. En el viaje de ida, en la combi que nos habían asignado, se hacían el amor en palabras, en inglés. En cualquier momento del viaje se propiciaban cercanías. Altos y blancos los dos, juntas siempre las bocas y las miradas.

En Juchitán se integran nuevos talleristas: Guillermo Coutiño Archila, Jorge Fuentes, Esteban Ríos, Samuel Perezgarcía. Esa noche, terminando las actividades del taller, nuestro maestro debutará como tenor. Concluida la primera sesión de lectura y análisis de textos, nos espera una memorable comida en el Ra Ba- cheza, un restaurante especializado en platillos istmeños que lamentablemente ya no existe. Los vallistos degustamos el armadillo al mojo de ajo y la iguana en caldo. No faltan las cervezas y los rones que se tornan apremiantes en ese simbólico reducto del trópico.

Yo recién sumado a las filas de la escritura, me demoro observando a cada uno de estos personajes. Algunos tienen ya publicaciones; otros un premio. En muchos entreveo un sesgo abismal, donde el alcohol tutela y gravita, salvo en el caso de José Luis Reyes Hernández, quizá el único poeta abstemio que he conocido. En toda esa marejada advierto una como frialdad por parte de algunos de los anfitriones. A la postre entiendo que aquella tan mencionada vallistofobia por parte de los istmeños, se quiere colar en este escenario donde las palabras se miden con cautela y las cortesías no afloran del todo.

Paladeo el sabor de la novedad. Ingreso al universo de la literatura enfermo de juventud. Me entrego a la experiencia de respirar con hondura el aire juchiteco, el olor a pescado de las calles céntricas, el viento norte que nos arenga con su voz salina. Observo con detenimiento los tipos fisonómicos. Hay mujeres veinteañeras de una belleza rotunda, entreverado el rostro en una serenidad cobriza.

Alrededor de las cinco de la tarde ya está ensayando Montemayor con Hebert Rasgado al piano, otro talentoso que también ha muerto. El repertorio: María Grever, canciones italianas y otros tantos boleros. En ese tiempo estaba yo en un buen momento como guitarrista y propuse sumarme al concierto. La dirección de la Casa de la Cultura de Juchitán me presta una guitarra. Hago una especie de casting. Montemayor y Hebert Rasgado me aceptan.

El concierto fue un éxito, bajo la noche calurosa de Juchitán, a pesar de que en una de las canciones en que debía yo dar el primer acorde, me equivoqué de tono, lo que ocasionó que el tenor desafinara. La interpretación se detuvo a los diez segundos, pues el cantante se había extraviado ante mi nota errada. Hebert Rasgado rectificó y pudimos continuar sin más sobresaltos.

Más tarde, la noche fue un laberinto de whisky y cerveza. Alguien nos ofrece su casa para ir a degustar una cena típica. Salimos de ahí alrededor de las dos de la mañana. Dos o tres vallistos se van al hotel. En ese momento de alto alcohol, el generoso Jorge Magariño nos lleva a una palapa en las afueras de la ciudad. Nos amaneció entre luces multicolores, malos perfumes y ron Bacardí. Ahí protagonicé un altercado con el chofer que había designado la Casa de la Cultura Oaxaqueña, por asuntos que nadie recuerda. Volaron vasos y derechazos pero nadie sufrió descalabro. Presto, Magariño disolvió la pendencia.

Con la primera luz llegamos al hotel donde, según se cuenta, pocos pudieron dormir porque el poeta Azael Rodríguez, inspirado por el concierto de Montemayor, no cesaba de canturrear en su cuarto O’ sole mio, con mucha entrega y poca afinación.

Después de esa ocasión Carlos Montemayor volvió muchas veces a Oaxaca. Venía lo mismo a coordinar talleres, a presentar algún libro o a participar en foros sobre letras indígenas.

DEFENSOR DE LAS IDENTIDADES

Es de todos sabido el mapa múltiple que el Estado de Oaxaca representa a nivel cultural y lingüístico. Quince pueblos indígenas se despliegan a lo largo del papel estrujado que es nuestro territorio: amuzgos, cuicatecos, chatinos, chinantecos, chocholtecos, chontales, ikoots, ixcatecos, mazatecos, mixes, mixtecos, nahuas, triques, zapotecos y zoques, a la par de miembros avecindados de dos etnias chiapanecas: tzetzales y tzotziles.

Arduo ha sido el esfuerzo de estos pueblos por ser respetados en su contexto cultural y político. Históricamente han sido vulnerados y confinados a la periferia y a la marginación. No obstante son pueblos donde crece y se multiplica una literatura que define y expresa un universo cargado de reminiscencias del pasado remoto. De esta literatura en lenguas indígenas han destacado poetas y narradores que incluso han obtenido el premio Nezahualcóyotl, como Natalia Toledo, Javier Castellanos y Mario Molina Cruz, ya desaparecido.

Fue precisamente Carlos Montemayor uno de los defensores más comprometidos de las culturas indígenas de México. Fue meritorio su esfuerzo por apuntalar un enfoque multicultural en un país despedazado por la intolerancia y la discriminación.

Nació el 13 de junio de 1947, en Parral, Chihuahua. Forjador de una gran literatura al igual que su contemporáneo y paisano Ignacio Solares. Montemayor fue autor de veintisiete libros entre poesía, cuento, novela y ensayo, independiente de sus publicaciones como traductor y sus producciones discográficas como tenor. Fue premio Xavier Villaurrutia, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, Premio Nacional de Ciencias y Artes, y fue distinguido con varios doctorados Honoris Causa. Fue uno de los creadores del festival de poesía Las lenguas de América y fundó la revista Casa de Tiempo de la UAM, uno de los referentes más importantes en publicaciones literarias del país. Fue destacado su papel de mediador en muchos conflictos surgidos con grupos revolucionarios armados en las últimas dos décadas. De su gran conocimiento y pasión por la literatura en lenguas indígenas derivaron sus libros Encuentros con Oaxaca, Arte y trama en el cuento indígena, Arte y plegaria en las lenguas indígenas de México y La voz profunda: antología de literatura mexicana en lenguas indígenas.

Quienes lo conocimos y tratamos en Oaxaca, sabemos del gran aprecio que tenía por esta tierra, donde valoró sobremanera nuestro arte culinario y desde luego el mezcal. Fue grande su interés por que la obra de nuestros escritores en lenguas originarias fuera difundida y reconocida a nivel nacional e internacional. Es memorable el viaje que emprendió a Alemania con algunos poetas y narradores indígenas de nuestro país, a quienes presentó en foros de preeminencia. De esos viajes, contó cierta vez que para el escritor zapoteco Javier Castellanos, el tepache de Yojo- vi -su pueblo natal- tenía los mismos atributos que la mejor cerveza alemana.

La última vez que vi a Carlos fue cuando, en una visita a Oaxaca, nos convidó a comer a Manuel Matus, Azael Rodríguez y a mí, por allá del 2005. Siempre valoraremos en demasía la amistad que nos prodigó, de la cual salimos indudablemente enriquecidos y con la certidumbre de que la literatura cumplía una misión crucial en la definición de la condición humana.

El domingo 28 de febrero de 2010, Manuel Matus me llamó para informarme del deceso, debido a un cáncer de estómago. No sabíamos de su mal, que se lo llevó a los sesenta y dos años. Una tolvanera de consternación cayó sobre mí.

Frases
Víctor Armando Cruz Chávez

(Oaxaca, 1969). Es autor de los libros Estaciones sobre la piedra dormida, La tinta y el dédalo, Obsesiones del escribano y Los hijos del caos. Es periodista cultural y editor. Ha publicado en diversas revistas literarias y periódicos del país.

Fotografía de Víctor Armando Cruz Chávez

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