Columna Semanal
18 de mayo del 2016

Los destinos de España y México están unidos. El pasado histórico es el fundamento de nuestra identidad: memoria, cultura y lengua que nos definen como pueblos hispanos. A veces también el puro azar nos recuerda que la realidad política y económica de ambas naciones, si bien con profundas diferencias de grado, es más parecida en lo cualitativo de lo que parecería a primera vista.

El domingo pasado, mientras en México chocaban los discursos festivos con las marchas de protesta de un indignado sindicato de maestros, en España, otro grupo de indignados celebraba el quinto aniversario del 15-M, día en que inició una serie de movimientos civiles en contra del gobierno español y su incapacidad, o más bien falta de voluntad, para hacer frente a los efectos desastrosos de la crisis especulativa de 2008 que habría elevado las tasas de desempleo por arriba del 30%, siendo la figura aún más notable entre los jóvenes y los “poco educados”. Eran ellos los más entre los indignados. Jóvenes ávidos de participar en la democracia de una sufriente España, de ser tomados en cuenta y, más aun, de arrebatar el monopolio político a los partidos carentes de legitimidad ante la voracidad financiera que había iniciado la crisis económica.

Hoy España respira una tensa calma. A raíz de los movimientos del 15-M, un nuevo partido político de fuerte estructura ciudadana, PODEMOS, se ha afianzado en los escaños de un gobierno español que se mantiene acéfalo, en gran medida ante la terquedad del nuevo partido que se cierra a dialogar con los grandes partidos, el PP y el PSOE, quienes también se cierran lanzando campañas de desprestigio contra PODEMOS en los medios de comunicación que fiscalizan (pues controlar la política significa fundamentalmente controlar la opinión pública), incapaces de romper el tácito consenso de Washington que los mantiene en el poder, pero con menos confianza desde el 15-M.

Mientras tanto en México, el presidente de la República dirigía una conmovedora felicitación a los maestros, a los 134 mil que anuncian haberse incorporado a la reforma educativa, por su día. Los otros, los indignados, festeja¬ban en la fiesta de las calles, en la marcha eterna de la indignación sindical que hoy pide lo que antes negaron: el diálogo. El gobierno que ya no quiere dialogar pretende en cambio avanzar con la reforma anunciando nuevos planes de estudios adaptados a las “nuevas exigencias” de la época. Planes que de poco servirán si no se empieza por solucionar las viejas exigencias, las reales, los problemas irresolutos de la educación mexicana.

Y es que es en verdad indignante -y esto lo escribo como maestro universitario- que a la ya de por sí preocupante cifra de alumnos que llegan a la universidad (menos de la quinta parte de los que ingresan a la primaria) se sume la carga de que, tras doce años de educación media y básica, la gran mayoría no sepa leer ni escribir con propiedad. A los alumnos se les atiborra con clases de historia, física, química, matemáticas, español, ciencias sociales, biología, geometría, geografía, economía, etc, etc... pero no se logra que resuelvan una operación aritmética sin calculadora. La tremenda disparidad en el rendimiento educativo entre sectores económicos revela la importancia del contexto social para el desempeño educativo, borrando de una vez el argumento meritocrático de la educación privada.

En la universidad vemos desfilar generaciones que se pierden en la deserción. A las carencias técnicas se suman las carencias críticas que llevan a cientos de jóvenes a escoger carreras sobre las que ignoran todo y esperan nada. El mutismo de la mayoría de estos cuasi-estudiantes ante la pregunta quintaesencial “¿tienen dudas?”, es un signo patético que confirma que no entendieron nada o que, simplemente, no les interesa entender. Lo que quieren es un título, un pedazo de papel que los certifique como personas “útiles”, “empleables” por el aparato económico, que les ofrece un salario digno, y no tan digno muchas veces. La salvación individual de los pocos buenos estudiantes es apenas un consuelo efímero ante la incapacidad de la universidad pública para subsanar los defectos de una educación precaria y, menos aún, de una sociedad fracturada.

¿Son estas las nuevas exigencias a las que se refiere Enrique Peña Nieto? No, las exigencias del gobierno son otras, son las de la minoría que todavía progresa, la de los conformes y los adaptados, la de los compromisos políticos del presidente. Actualmente las naciones del mundo se alinean en torno a un dogma liberal que pretende restaurar las ganancias que el capital especulativo ha socavado, a costa del creciente desempleo y la precariedad del salario que se suman a los problemas reales de nuestro país, y que dieron origen al movimiento de los indignados en España. El sistema económico liberal tiene grandes exigencias educativas y tecnológicas, pero éstas entran cada vez en más abierto conflicto contra las exigencias de los pueblos.

La exigencia real, como escribe Enrique Dussel en su “Carta a los indignados”, es la de organizar la participación. ¿Y cómo podría lograrse la participación ciudadana sin recurrir a la escuela? Esta es la exigencia real de nuestro tiempo: que la escuela sirva para crear, antes que científicos y emprendedores, ciudadanos críticos y participativos, pues “la democracia sin participación es fetichismo”. El antifetichismo es la exigencia de nuestro tiempo. El antifetichismo empieza, lector, en la casa. La educación se mama en casa. Los jóvenes educados podrán así ser instruidos en el vivir democrático que tanta falta nos hace.

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