Migración
10 de noviembre del 2017

Los peregrinos medievales recorrían el Camino de Santiago siguiendo el curso de las estrellas. Y ese fue también el sueño de los pioneros cuando cruzaron los mares. Llevaban en su memoria: oscuridades, injusticias, ideales, promesas, esperanzas y el recuerdo doliente de los sueños difíciles. Emigraban, llevando a sus hijos en brazos. Pero escondían en su corazón el tesoro que acompaña siempre a los peregrinos y emigrantes: una fe poderosa.

I’m the son of the dream, Mauricio Wiesenthal

Lo mejor de viajar en avión es sentarse junto a la ventana y mirar las nubes ahí abajo semejando mares de algodón; parecen detenidas en algún lugar y tiempo sin medida. Pero atención, como dijo Kafka, el piel roja, esto también es pura apariencia. El movimiento como parte y base indispensable de la existencia permite que las acciones se concreten y se dispersen, que sucedan.

Aún más altos, los satélites dibujan con sus ojos en las pantallas —que nos invaden por doquier— los caminos que los animales recorren cada temporada para llegar a los pastos, al agua dadora y conservadora de vida. Unas sendas —entre otras, de las múltiples y cotidianas— diseminadas por el planeta y sus cielos. Se hace camino al andar, al volar, al recorrer los mares y los amores. Por desgracia los odios hacen que ese caminar se convierta en huida, ya sea en solitario o en grupo, agarrando al descuido para sobrevivir las pertenencias que en su ceguera deja la rapiña. Atropellados por el terror de un mundo insolidario y cruel, esta necesidad casi imparable se convierte en una obligación sin límite y hasta que el cuerpo aguante, mientras que la mente no estalle de desesperación entre esos ojos vueltos hacia el cielo preguntando por respuestas que son silencio, vacío, nada, infinita tristeza.

Tal vez todo empezó cuando alguien encontró un valle fértil regado por un río claro y decidió quedarse allí. Imaginaron que el valle sería un buen lugar para asentarse y echar raíces; el polvo del camino empezó a caerse de la piel, los pies podrían descansar, el grupo cobijarse en refugios duraderos. El espejismo de la seguridad, como un rayo poderoso, partió la mente del hombre, y la codicia de las posesiones, que ya estaba sembrada en el corazón sedentario, se extendió a los caminantes que descubrían lo que otros tenían. “¿Por qué no yo?”, se dijo el visitante, y comenzó la lucha.

Continuamos añorando robots casi humanos que nos devuelvan la esencia que los más cavernícolas intentan ahogar sin descanso desde el comienzo de la Historia. La que empieza con la invención del fuego y la rueda va transformando a una especie trashumante, flexible, adaptable, y la va asentando en comunidades que se vuelven cada vez más complejas, en las que los más fuertes esclavizan o subyugan al resto. Por ejemplo, en Europa se libraron dos guerras mundiales en pleno siglo XX y acoge migrantes africanos, asiáticos, centro o sudamericanos que, impelidos por la necesidad, se arraciman en camas de alquiler cuando no en pasillos. Ahí se estiran por unas horas e intentan recuperar fuerzas para volver al trabajo, si lo tienen, o a la calle para seguir el juego del zigzagueo por esquinas y plazas extrañas, llenas de otros como ellos. Desheredados del paraíso que creyeron encontrarían aquí, éste se desdibuja de golpe entre salarios de hambre a falta de otra cosa. La oferta es mezquina; la globalización así lo exige. Ni un hueco para asomarse a la posibilidad de una cultura que, si bien desgastada, ha alimentado filosofías y artes diversas durante siglos. La vieja Europa se queja en sus achaques de que los inmigrantes no se integran, pero no les da la oportunidad de que conozcan otra cosa que no sea la supervivencia extrema y el desprecio de la mayoría de los ciudadanos.

Migrar, ¿hacia dónde? Todos los caminos están abiertos; la mayoría de las mentes cerradas. Desde mi balcón veo a un hombre acercarse a una mujer que va a subir a un coche. Ella no parece hacer mucho caso a algo que él murmura con calma al otro lado del vehículo, desde la acera. El hombre es negro, alto, viste un tipo de ropa que no se corresponde con su presencia. Seguro, pienso, en su lugar de origen vestía de otra manera y hablaría otro idioma, el materno. No sé cuál es el que emplea en este momento, supongo que el de aquí; los cristales no me permiten escuchar. Ahora la mujer se aleja en el vehículo. Él cruza de acera, conserva la distancia con otro hombre que se acerca y susurra de nuevo, parece pedir algo. El gesto de su mano es inequívoco y se disuelve en el aire. Los viandantes tienen prisa y no se detienen. Nadie le da nada. Cada quien sigue su camino, esquivando al hombre, balbuciendo alguna frase hecha o eludiéndole sin más. La noche va cayendo sobre la ciudad y se traga al invisible, que tendrá suerte si sobrevive un poco más, una temporada, otro día.

Esta obligación de tener que vivir en lugares desconocidos, ajenos y alejados del corazón cercano y los vecinos de toda la vida, es una desgracia para los desplazados. Incluso algunas personas de los países a los que llegan quieran ayudarles, colaborar e intentar mitigar ese desgarramiento. Si hay suerte conseguirán establecerse, adaptándose lo mejor posible a unas leyes y costumbres que, antes o después, harán estallar su vida migrante en pedazos. Su existencia cotidiana tal vez se verá arrastrada por la de sus hijos, que empezarán a recibir el precio de la (in)diferencia, seguramente en el colegio. Siempre hay algún niño mal informado o de carácter difícil que intentará hacerles la vida imposible por el color de su piel, por su forma de hablar, su religión, por sus costumbres desiguales al relacionarse.

La cuestión es, salvo sea el anglicismo, que estos asuntos en movimiento o quietud son difíciles de superar, ya que una de las múltiples posibilidades de elección en la mente de los seres conscientes es la capacidad de destrucción —sin duda más fácil que la de creación—, que se lleva todo por delante sin importar las consecuencias que acarrea semejante pensamiento y acción: la eliminación sistemática del hábitat natural, el dolor y sufrimiento de los otros, que finalmente será el de los que lo generan. No por la Ley del Talión, sino por la ley natural de causa y efecto, que no entiende de opresores u oprimidos. La acumulación de poder y riqueza, estilo rey Midas, parece que no cesará hasta que la última brizna de hierba haya sido arrasada. Es una falta de comprensión que sólo se hará innegable al evidenciarse que el dinero, el oro o el petróleo no se comen. Hay un cáncer que va devorando la convivencia y los mínimos restos de humanismo en una Humanidad seducida, a su vez, por ese poder del lado oscuro al que asiste y apoya desde pantallas negras sin proyección alguna, a pesar de que quieran hacernos creer que son interactivas.

Así las cosas. No es que las migraciones sean necesarias, son imprescindibles cuando no hay más que una huida hacia adelante o hacia la muerte que, no olvidemos, nos llegará a todos de un manera u otra en donde nos encontremos. Pero hay que intentarlo, nos decimos tratando de hallar una esperanza. Los peregrinos y los migrantes de los que habla Wiesenthal, en la cita que da inicio a este artículo, no tienen nada que ver con los actuales. Aunque también partieran de una causa imposible de seguir soportando, ya que en ellos, al menos, había fe en la confianza de poder asentarse en otro territorio adaptándose a las circunstancias del nuevo lugar, y así seguir desarrollando su vida. La diferencia es que ahora los migrantes ya no emigran, huyen; y lo hacen de la locura. Intentan llegar a un lugar donde habite un mínimo de cordura. Pero cuando llegan al refugio, al cobijo, a la posibilidad de sensatez, se encuentran con que la locura ya no tiene fronteras. Aunque los que la siguen imponiendo a sangre y fuego, dentro y fuera, se justifiquen diciendo que sí, que lo importante es la patria, que los de tal han de ser talistas por encima de todo y los de cual, los cualistas, son los enemigos.

Lo denominado mundo, sociedad, está compuesto por una rica diversidad de gentes y otras especies, y si no comprendemos que lo que haces a otro te lo haces a ti, el futuro, que es ahora, se nos escapará una y otra vez como agua entre los dedos. No sé, resbaladizo terreno el de las relaciones humanas. Dejo esta reflexión final, que para algunos será un espejo, una luz; para los descerebrados un idioma raro, desconocido; y para otros un koan, una luz distante, un faro en la lejanía. “Cuando piense en un prisionero que ha sido condenado... imagine que se trata de usted”, dice Patrul Rimpoche en A Guide to The Words of My Perfect Teacher. Todo está escrito; nada está escrito.

Frases
José Alias

La Nava, Sierra de Gredos, 1959. Actor, dibujante, fotógrafo, escritor y poeta. Ha publicado India —el viaje—imaginario fotográfico alrededor de un poema, y Tres décadas. Tres poemarios. 33 fotografías, en edición bilingüe en español e inglés.

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