México
09 de noviembre del 2016

Hace poco más de diez años, en un momento que podríamos fechar arbitrariamente a mediados del 2002, cuando surgió Sexto Piso —una editorial dirigida por un grupo de jóvenes suicidas, según su propia definición—, parecía que un amplio movimiento de renovación y deslinde cultural se extendía en el territorio de la edición en México. En ese entonces se dejaban sentir aún los efectos devastadores que tuvo la crisis económica de 1994, esa caída ante las puertas de la Tierra Prometida (y sin aranceles) que era, según la publicidad del gobierno salinista, el Tratado de Libre Comercio. Los efectos colaterales de aquella mutación fast track hacia el capitalismo neoliberal y sus mercados volátiles son todavía visibles y se reproducen en la devastación del campo, las pequeñas industrias, la precarización general. Y en la desertificación de la cultura, obvio, aunque eso se dé por descontado. Porque el desdén histórico hacia la cultura —que los políticos priistas vieron durante décadas casi siempre como espacio de legitimación o cooptación— se volvió entonces justificado en aras de la supervivencia. Alguien podría decir, sin temor a exagerar, que aquella onda expansiva del llamado “error de diciembre” se convirtió a la larga en nuestro Chernobyl cultural. En cuestión de meses, desaparecieron decenas de revistas o disminuyeron su periodicidad y sus páginas; los suplementos culturares más importantes cerraron o se redujeron a un cua- drito en la sección de espectáculos; las librerías, en particular las que no se sumaron al modelo “cadena de autoservicio” o “supermercado de libros”, se colapsaron en una alarmante reacción en cadena, y la industria editorial en su conjunto comenzó una hibernación que se dirigía en términos generales hacia la bancarrota.

¿Se recuperó alguna vez la edición en México de aquel desplome de sus espacios de circulación habituales? ¿Qué sobrevivió de su potente influencia cultural durante los años 60 y 70, con el Fondo de Cultura Económica, Siglo xxi, Joaquín Mortiz (la editorial legendaria que publicó a Elizondo, García Ponce, Ibargüengoitia, Pitol, luego fagocitada por el Grupo Planeta) y Era? En realidad, en los años 90, que fue la época en que nosotros estudiábamos en la universidad y buscábamos libros debajo de las piedras, nada parecía muy alentador. Todo lo contrario. Regresábamos a casa con las manos vacías, después de haber recorrido las tres o cuatro librerías que sobrevivían en la Ciudad de México. Ciertos libros, ciertos autores se habían esfumado de las estanterías. No sólo porque la marejada de autoayuda no los dejaban respirar, sino porque el criterio del supermercado, según el cual los libros duran en exhibición poco menos que el queso y poco más que el yogurt, había llegado para quedarse. En la nueva dinámica neoliberal, el libro del año pasado se volvía un estorbo, como los viejitos sin pensión. De pronto, las librerías se convirtieron en puntos de venta; los autores en marcas registradas; el editor en jefe de producto. ¡Así que esto es el libre mercado!, pensábamos. Un lenguaje que agoniza para dar paso a otro. Entre los escritores se operó también una transformación. Lo suyo era estar en todas partes, asistir a todos los actos posibles, ir de aquí para allá con movimientos rápidos (“ser —repetían ante el espejo y a la luz fantasmal de Berkeley— es ser percibido”). Aquello era cosa de mirarse todo el día en la televisión. Out of sight, out of mind. En la era del libro mercado lo que prevalecía era la angustia de la ausencia y con ella una nueva relación tersa, cómoda, dócil, con el lector.

¿Qué es lo que había pasado? A finales de los 90 se operó un enorme quiebre cultural en México: la transición de la censura del Estado a la no menos efectiva del Mercado. ¿Pero no era eso precisamente lo que pasaba en el resto del mundo? Todas las voces, las opiniones, los men-sajes, parecían sorprendentemente unánimes: “Los libros han dejado de leerse desde la perspectiva ideológica para leerse desde la perspectiva del producto”. Lo que nos importa señalar es lo siguiente: no hace falta ningún gran inquisidor para que ciertos libros no lleguen a los lectores, para que dejen de leerse, para que no circulen. En el mundo contemporáneo la censura la ejerce, con su mano invisible, el mercado. En Tumba de la ficción, Christian Salmon escribió que las macropolíticas de la globalización han terminado por instalar en todas partes el reino de lo homogéneo, es decir, la unificación de la cultura en su nivel más bajo. “Peor aún que la censura de los derechos individuales de expresión resulta hoy el espacio cultural que se está imponiendo por la fuerza. Un espacio cultural estandarizado, homogeneizado, dominado por las grandes agencias mediáticas y las industrias culturales trasnacionales”. En aquellos días (también en estos), la censura significaba, ante todo y por doquier, “la tiranía de lo Único”. En el caso estrictamente editorial, la contradicción entre la prisa del mercado y la lentitud esencial del libro no tardó en proyectar sobre la industria una sombra insospechada, a la Robespierre: en México se guillotinan los libros no rentables, los libros que no se venden a tiempo.

Sexto Piso, Almadía, Bonobos, Mangos de Hacha, El Billar de Lucrecia, Alias, sur+, La Cifra, Ediciones Hungría y el amplio grupo de editores agrupados en la aemi (Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes), entre las que se encuentran Trilce, Ficticia y Ediciones El Milagro, son sólo algunos de los proyectos independientes que comenzaron a surgir durante la alternancia en México (el arribo al poder, por primera vez en sesenta años, de un partido distinto). El cambio de milenio, con sus tecnologías diversificadas, sus nuevas dinámicas en la transmisión de la cultura, sus dispositivos de impresión digital, produjo la proliferación de editoriales emergentes en todo el país. Fue entonces que, alentados por la proliferación de ediciones periféricas cuyo combustible principal parecía ser la inconformidad frente al estado de cosas, nosotros decidimos fundar una editorial de talante heterodoxo, irreverente e incómodo: Tumbona Ediciones. El momento nos pareció extraordinariamente estimulante y sintomático, tanto que llegamos a pensar incluso en un maremoto, la metáfora que usaba el colectivo Luther Blissett en los años 90 para describir ese movimiento subterráneo de transfiguración cultural que alentaron en Italia y Europa con la guerrilla cultural, el copyleft y la Huelga del Arte. Un maremoto editorial capaz de contrarrestar, así fuera simbólicamente, el poder monopólico de los grandes consorcios de la edición. Éramos editores románticos (pero de ojos abiertos) y creíamos en el presente.

Por primera vez, el gremio de los editores se ponía de acuerdo para impulsar una Ley del Libro entre cuyas finalidades se encontraba la instauración del Precio Único, una estrategia que sancionaba los descuentos leoninos que las cadenas de librerías imponían a los edi-tores y que habían producido la quiebra de cientos de librerías pequeñas que no podían competir con ellas. La Ley, entre otras cosas, buscaba ampliar la apertura de librerías de barrio en el D.F. y fuera de él. Sin embargo, sin reglamento ni sanciones claras, la iniciativa nació como letra muerta, dio paso a la incertidumbre y vaguedad, y se quedó en la neblina para encubrir las viejas prácticas. Muchas editoriales fijaron el precio único a la alza, para aprovechar el periodo de reetiquetación, y en lugar de que se hiciera sentir la fuerza del maremoto independiente como contrapeso, el impulso se redujo a meros torbellinos de espuma, patadas de ahogado aquí y allá a favor de una causa que, sin mostrar sus beneficios o sus taras verdaderas, pues nunca entró en vigor propiamente, se diría que ya no le entusiasmaba a nadie. Por otro lado, advertimos que la “edición independiente” era una categoría que se usaba para significar cosas distintas, poco discutidas, a menudo contradictorias. Si el principal desmarque de esta nueva oleada de editoriales independientes parecía ser la reducción del libro a la condición de mercancía, pronto quedó claro que, para muchas editoriales, esa presunta independencia era sólo una máscara conveniente y de moda para disfrazar su pequeñez o falta de inversión inicial. Pronto quedó claro que “independiente” era otra forma de decir “editorial chica” o “de reciente creación”, y sólo hasta cierto punto las que se asumían como marginales entendían esa cualidad topológica con algún grado de espíritu combativo y voluntad de resistencia. Aunque se presentaban bajo el aura desfachatada de lo indie, algunas editoriales no querían dar el menor paso fuera de la lógica del mercado ni proponían caminos alternos para no sucumbir a sus imperativos. Pese a que al interior de sus catálogos tal vez mantenían una postura de congruencia, en los hechos seguían el mismo esquema de sobreexposición de autores, la aceptación tácita de las condiciones de las grandes librerías, la falta de sentido de colaboración para resolver problemas comunes con sus pares. Cada una resolvió el problema de la supervivencia a su modo: montando distribuidoras o librerías independientes (siempre demasiado pocas), abriendo sucursales en España o exportando libros, pero sobre todo haciendo convenios de coedición con el Estado. Paradoja de los tiempos en la tierra del ogro filantrópico: una forma de preservar la independencia frente a la homogeneidad del mercado era aliarse con la política gubernamental; en un país que, según las estadísticas, lee muy poco (cada habitante en promedio lee menos de tres libros al año), resultó que una vía de escape para apostar todavía por lo no—forzosamente—comercial, lo periférico y anómalo, en una palabra, por el riesgo estético, era buscar apoyos estatales. ¿A costa del empuje combativo y de exponerse a la coerción política? No necesariamente, aunque eso no queda del todo claro. Visto a la distancia, aquel gran estallido, aquella marejada y efervescencia inicial que prometía un movimiento tan decisivo como el que marcaron las editoriales independientes en la década de los 60 en México, asemeja, más que a otra cosa, a un río revuelto, a una confusión de aguas turbias, donde medran los tiburones de siempre. Cuando quedó claro que algunas de esas editoriales no tenían el menor reparo en que los libros fueran domesticados, normalizados, estandarizados por la lógica de la rentabilidad, comenzó a gestarse lentamente una contramarea, la resaca crítica de las preguntas. Si el marbete de “independencia” está a punto de perder todo sentido, desnaturalizado por el tsunami del capital; si a falta de un compromiso con la experimentación, el lenguaje, el riesgo, la heterodoxia y el pensamiento crítico; a falta de un contrajuego, de una alternativa a las prioridades netamente comerciales, hay sellos que se empeñan en llamarse aún independientes, quizá ha llegado el momento de cambiar de lenguaje, esto es, de política. Tal vez en esta contramarea lo que se está gestando es una nueva ola, de la que ya asoma una incipiente pero promisoria cresta: la ola de la edición a contracorriente, de la edición decididamente de resistencia.

Frases
Vivian Abenshushan
  • Escritores invitados

Ciudad de México, 1972. Ensayista, narradora y editora. Su más reciente libro es Escritos para desocupados (sur+, 2013).

Fotografía de Vivian Abenshushan

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